Sábado 17 de junio de 2023, p. a12
Cuando un director de orquesta baja las manos, cierra los ojos y dirige con el cuerpo, los hombros, la cabeza, es que está más allá del bien y del mal. Esa es la descripción del mejor director de orquesta de la nueva generación, el finlandés Klaus Mäkelä, a quien dimos a conocer en este espacio cuando reseñamos hace poco su brillante y poética lectura del ciclo completo de sinfonías de su paisano Jean Sibelius.
Su flamante/flameante grabación, recién salida literalmente del candente horno, conjunta los dos capítulos más intensos del tríptico de Igor Stravinsky: Le Sacre du Printemps y L’ouseau de feu, y el resultado es espectacular, asombroso.
Desde los primeros compases estamos ante un hombre sabio que tiene apenas 27 años, cuando la sabiduría, supone el imaginario colectivo, compete a edades avanzadas.
El mejor alumno del mejor maestro de directores de orquesta, el también finlandés Jorma Panula, se ha posicionado en muy poco tiempo en la delantera de las grandes batutas que pululan en el orbe actual y supera por mucho ya a sus paisanos y condiscípulos Esa-Pekka Salonen, Jukka-Pekka Saraste, Osmo Vänska y Sakari Oramo.
La sabiduría del joven Klaus Mäkelä, decíamos, queda patente desde la mismísima introducción, una de las más célebres en la historia de la música; tanto que, por ejemplo, el epígrafe de la novela de Alejo Carpentier, La consagración de la primavera, es precisamente ese pasaje a cargo del fagot y es un referente cultural de Occidente desde la noche del 29 de mayo de 1913 en el Théatre des Champs-Elysées (Teatro de los Campos Elíseos).
Esas primeras notas de la partitura más salvaje, sexual, tremebunda de la historia, discurren en la batuta de Mäkelä con tersura y ternura, trenzados suavemente los compases en una trama inteligentérrima: el clarinete y el fagot tejen misteriosas armonías entablando atmósfera de suspense, expectación y misterio.
Es clara la estrategia de Mäkelä: resaltar texturas hasta ahora desdeñadas, poner de relieve intríngulis que otros directores han considerado intrascendentes, para lograr, literalmente, una partitura nueva.
A 110 años de escrita, La consagración de la primavera encuentra a su intérprete ideal: Mäkelä, quien desde el podio cumple el ritual que entraña esta obra tan enigmática, tan llena de detalles, sorpresas, hallazgos. Podemos afirmar que estamos frente a la mejor versión hasta el momento, así se trate de una grabación entre cientos que se han realizado, incluidas las que dirigió el propio compositor.
¿Qué hallazgos consiguió el joven Mäkelä con esta grabación?
En primer lugar, que La consagración de la primavera de Stravinsky sucede en el cuerpo, vibrátil y tribal, de lo visceral a lo sideral.
En uno de distintos documentos fílmicos, vemos en la pantalla a un hombre sonriente, de labios del tamaño de dos sandías: el sarcasmo ilumina su blanca dentadura, mientras sus ojillos brillan tras los gruesos anteojos de armazón oscuro: varillas enormes que hacen aún más pequeño su rostro diminuto.
Narra: Me senté frente al piano y toqué para Diaguilev 59 veces el mismo acorde
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Y, entonces, sus manazas aporrean el teclado mientras su sonrisa toca sus orejas y sus ojillos saltan tras los enormes armazones.
Como el acorde es tan monumental, el músico canta, masculla, gutura las solfas salvajes que ya no caben en el piano de tan avasalladoras. Y sonríe.
El secreto de su magia: el acorde que repite en el piano 59 veces tiene apenas ocho notas, donde la colocación de los acentos es la base de todo el edificio.
Y es el mismo secreto de Klaus Mäkelä en la batuta: poner los acentos donde nadie los espera.
Brutal, salvaje, sexual, animal, ritual, estupefacta, temblorosa, viril, libidinosa, frenética, hipnótica, narcótica, estupefaciente, pagana, tribal, más allá de los confines de los tiempos. Un sublime cataclismo.
Desde el comienzo, la obra pone a temblar a todos: dado que el sonido natural del fagot es oscuro, aterciopelado, ronco, puesto en sobreagudo resulta un graznido de sirena, un gemir de grulla, un lamento a todo pulmón de minotauro perdido en su laberinto.
Ese himno ateo, ese rugido de bestia espantosa, ese susurro de monstruo antediluviano, ese fagot soplado y sopleteado suavemente en sobreagudo, en actitud de hincharlo hasta hacerlo reventar, es el inicio de una de las piedras de toque de la cultura musical moderna.
El nuevo disco de Mäkelä conjunta La consagración de la primavera con El pájaro de fuego, obras gemelas.
Narra Igor Stravinsky mientras escribía L’Oiseau de feu, música para ballet donde vuela un ave ígnea y hay un jardín de manzanas doradas: “tuve una visión fugaz: en mi fantasía apareció un solemne rito pagano: vi a varios sabios ancianos en círculo mientras miraban danzar a una adolescente su propia danza de la muerte. La vida de esa joven iba a ser sacrificada para apaciguar al dios de la primavera. Y ese es el tema de Le Sacre du Printemps”.
De ese rapto de imaginación, Stravinsky escribió en papel pautado disonancias, lujuria, extravagancias rítmicas, ritmos quebrados, eructos en alientos-metal, berridos en tubas, cornos mofletudos, caricaturas de violines, esperpentos de clarinetes.
Puso entre el centenar de instrumentistas la estrambótica cantidad de tres juegos de timbales, bombo, tam-tam, triángulo, pandereta, dos crótalos, un güiro, una tuba wagneriana…
Es momento de decir que La consagración de la primavera tiene complementos sublimes: las coreografías que compusieron con esa música tremenda Pina Bausch, Maurice Béjart y Sasha Waltz.
También es momento de decir que entre las maravillosas grabaciones discográficas, conviven delicias como la lectura brasileña del agrupamiento de excelencia Projeto B, o bien la versión en jazz que hizo el guitarrista Larry Coryell, así como la Nova Contemporary Jazz Orchestra.
Hay una versión para piano a cuatro manos que compuso el propio Stravinsky y que podemos disfrutar en el disco que grabaron las hermanas Pekinel, o bien la de Vladimir Ashkenazi con Andrei Gavrilov.
Entre las grabaciones canónicas: la de Sir Georg Solti, la de Esa-Pekka Salonen, brutal en contraste con la muy cerebral, perfecta y nítida del compositor Pierre Boulez.
La versión de Mäkelä es única porque es fresca, transparente, nítida, una auténtica hazaña, que logra, por cierto, con una de sus tres orquestas: la Orchestre de Paris, a la que hace lucir como nunca y de manera insospechada y confirma que lo importante no es el tipo de cámara que utilice un fotógrafo para lograr una obra maestra, ni el pincel el pintor, ni el bolígrafo, máquina de escribir, Mac o iPad o lápiz el escritor. Lo que importa es el estilo y la idea.
El estilo: elegancia, inteligencia, concentración, sabiduría. La idea: extraer de una partitura que todos creíamos conocer ya de memoria, una obra nueva, sorprendentemente nueva.
Klaus Mäkelä a la batuta crea una energía muy agradable, tiene encanto su sonido, un sonido que sonríe. Acostumbra cerrar los ojos durante instantes interminables. No marca el compás, marca el matiz. No indica el tempo, señala el rumbo. Lo suyo es el gesto hierático, el impulso vital. Y el dominio del silencio.
En una obra tan estrepitosa como La consagración de la primavera, el silencio es el mago, el brujo, el capitán. Y Mäkelä lo sabe, y por eso, cuando pone en primer plano matices otrora desdeñados, el silencio cobra una fuerza megatónica, una potencia brutal.
El dominio de Mäkelä sobre los silencios, los tutti orquestales, los ataques salvajes en percusiones con hachazos de toda la sección de cuerdas, lo convierten en un gigante de la batuta, un Merlín en el podio.
Su manera de frasear corta el aliento, su manera de combinar alientos-metales con percusiones produce una efervescencia pluvial, sus secuencias melódicas, sus golpes de orquesta, sus unísonos, sus tutti intercalados por silencios. Todo en un furor. Un trance delirante.
Tras bambalinas, el gnomo, el duende, el mago, la gárgola, la bestia, el alquimista, el célebre músico bizco don Igor Strabismo, sonríe lúbricamente. Se frota las manazas. Un fulgor intenso en tonos rojos sale de sus ojillos, a manera de mirada.
Su acorde de ocho notas repetido como un mantra permanece flotando en el ambiente...
Klaus Mäkelä cierra los ojos, levanta ambas manos, acaricia en las alturas ese acorde, lo hace descender como un manto sobre la orquesta que permanece en trance, hipnotizada, sacudiendo salvajemente los acordes repetidos como un himno antiguo, pagano, tribal.
Klaus Mäkelä, sobre el podio, simplemente sonríe.
En Twitter: @PabloEspinosaB