e acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en México, las ganancias que obtienen bandas de la delincuencia organizada por el tráfico ilícito de migrantes ascienden a 7 mil millones de dólares anuales, y es previsible que dicha cifra crezca debido a que en los pasados 10 años aumentó más del doble lo que exigen los coyotes o polleros por sus servicios
. Aunque estos traficantes cobran en promedio 100 mil pesos a cada persona a la que trafican, en 2021 se llegó a informar de tarifas que rozaban 20 mil dólares, 340 mil pesos al tipo de cambio actual.
El crecimiento desorbitado en los costos que enfrentan los migrantes indocumentados es provocado por la maraña de obstáculos legales, físicos y policiales desplegados por Estados Unidos para impedir el ingreso a su territorio: está claro que los polleros no cobran por transportar a sus clientes, sino por facilitarles eludir la vigilancia de las autoridades migratorias de uno y otro lados de la frontera. El año entrante, Washington gastará la vertiginosa cantidad de 25 mil millones de dólares (425 mil millones de pesos) sólo en su Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) y su Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE), a lo que debe sumarse el presupuesto de otras agencias que participan en la lucha antimigrante, así como las gigantescas asignaciones de los estados aledaños a México, como Texas, o que han adoptado la bandera de la xenofobia incluso cuando no tienen fronteras internacionales terrestres, como Florida.
Bastaría sólo una pequeña fracción de esos recursos para reducir en forma radical las causas de la migración en las principales regiones expulsoras de personas; sin embargo, ese dinero se desperdicia en muros, alambradas, tanquetas, drones y demás dispositivos que no aminoran los flujos migratorios y que, por el contrario, contribuyen a multiplicarlos al generar incentivos perversos para los traficantes, quienes se enriquecen a medida que la travesía se dificulta. Estas fútiles demostraciones de fuerza parecen más bien encaminadas a ocultar a los ciudadanos la complicidad de las autoridades fronterizas con la delincuencia organizada, pues sería imposible burlar el impresionante despliegue tecnológico estadunidense sin sobornos, encubrimientos y conjuras entre los coyotes y los supuestos vigilantes.
Después de la inhumanidad, la inutilidad y la corrupción, el cuarto componente de la política antimigrante estadunidense es la hipocresía: se pone toda suerte de obstáculos a la llegada de personas que la propia superpotencia requiere: sin la mano de obra migrante, la mayor economía del mundo perdería sus márgenes de rentabilidad y de competitividad e incluso su capacidad de mantener en marcha muchas de sus actividades productivas. Así ha quedado de manifiesto en Florida, donde la entrada en vigor de la ley SB 1718 ha paralizado a la agricultura, la construcción y el turismo, tres sectores claves en que los indocumentados forman una amplia mayoría de la fuerza de trabajo. Este golpe a las empresas y las familias no proviene de la necesidad de atajar algún problema real vinculado a la presencia de migrantes en situación irregular, sino del afán del gobernador Ron DeSantis de ganarse al electorado más cavernario de cara a las primarias presidenciales del Partido Republicano.
Nadie pone en duda la obligación de perseguir el delito de tráfico de personas mediante el uso de inteligencia policial para desmantelar sus estructuras organizativas y financieras, pero el flujo humano continuará con o sin la intermediación de los grupos del crimen organizado. Para resolver el problema de las migraciones masivas, resulta ineludible abordar sus causas profundas: la pobreza, la marginación, la falta de oportunidades, la desigualdad, la violencia, el despojo territorial y el cambio climático. Una vez atajados o al menos controlados estos conflictos, deberá hacerse efectivo el derecho a migrar con las regulaciones adecuadas que garanticen la seguridad nacional e interior del país receptor. Para avanzar en esta senda, la única sensata y pertinente en términos de derechos humanos, Washington habrá de deponer su lógica policial y xenofóbica y orientar sus amplias competencias a la búsqueda del bienestar en las naciones en desarrollo, para lo cual bien haría en atender el ejemplo marcado por México en la implementación de programas sociales en sus vecinos de Centroamérica.