amos aclarando las cosas, para no caer en peligrosos confusionismos conceptuales. En 1708, en Nápoles, se estrenó una obra escénica de Georg Friedrich Händel titulada Acis, Galatea y Polifemo (HWV 72), y definida indistintamente como cantata dramática o como serenata. Una década más tarde fue estrenada otra obra suya, Acis y Galatea (HWV 49), a la que los musicólogos han aplicado las etiquetas de serenata, masque, pastoral, ópera pastoral, pequeña ópera, oratorio o, simplemente, entretenimiento.
Así que, en cualquier caso, el llamativo rumor que corrió hace unos días en el sentido de que habría ópera barroca en el Centro Nacional de las Artes no era del todo exacto: la obra que se puso en escena fue la primera de las dos arriba mencionadas y, sea cual fuere la designación aplicada al caso, la experiencia resultó ciertamente interesante.
Es un hecho (y ya lo he mencionado en otras ocasiones en este espacio) que son escasas las oportunidades que hay en nuestro ámbito escénico-musical de presenciar obras del barroco, lo cual tiene que ver, por un lado, con la escasez de intérpretes especializados en ese repertorio de época y, por el otro, porque quienes programan en nuestros espacios escénicos no suelen hacer alarde de atrevimiento ni de imaginación, con escasas excepciones. (Y, claro, porque de uno u otro modo hay que dar gusto al público y trabajo a la taquilla.)
Primera observación general, que la noche en que asistí a Acis, Galatea y Polifemo tuve una experiencia absolutamente insólita, literalmente inaudita: presenciar un hecho escénico-musical en el que escuché con claridad meridiana cada frase del texto. Ello me lleva a la segunda observación, en el sentido de que el ensamble Tempus Fugit y su director, Christian Gohmer, no sólo suelen involucrarse con proyectos que se salen de lo usual, sino que lo hacen con conocimiento de causa y aplicación, por lo general con resultados muy estimables.
El balance entre voces y orquesta logrado por Gohmer fue un mérito destacado de esta puesta de Acis, Galatea y Polifemo, balance que permitió apreciar y calibrar las cualidades vocales de Daniela Rico, Guadalupe Paz y Josué Cerón. A notar, también, que aún falta trabajo en el ámbito del estilo vocal adecuado para la música barroca. Sí, se han logrado avances, pero hoy día son pocas las voces mexicanas que cantan lo barroco con credibilidad y con apego a lo que los especialistas nos dicen que debe ser. Cierto es que los tres protagonistas cantaron con claridad, si bien faltó convicción dramática en algunos pasajes de la obra; a destacar, en todo caso, el trabajo vocal y actoral más enjundioso y variado de Josué Cerón como Polifemo, villano barroco que se presta a una interpretación más rica y matizada que los otros dos personajes.
La coreografía de Claudia Lavista, fluida, limpia y transparente, como es su costumbre. Sin embargo, me pregunto si era dramáticamente necesario asignar un alter ego a cada personaje; en fugaces momentos, esos doppelgänger añaden un poco de cuerpo al parco y austero discurso escénico, pero en otros se perciben superfluos, y su accionar no es del todo consistente con el de los protagonistas. Sería interesante saber cómo fue la concepción y realización conjunta de esta idea entre la coreógrafa y los directores de escena Juliana Vanscoit, Fabiano Pietrosanti y Ana Bunjak. Y, puesto que el diablo está en los detalles, no puedo dejar de mencionar uno que me pareció muy atractivo: el diseño y realización de la enorme roca-cíclope con la que Polifemo aplasta a su rival Acis, cuya presencia me remitió fugazmente, con las diferencias del caso, a uno de mis mayores placeres culpables: la tremebunda cabeza de Zardoz en la película homónima de John Boorman.