De lucha sin cuartel
uando está de moda hablar de patrimonios de la humanidad, materiales, inmateriales, culturales o naturales, cualquiera se siente al margen de las maravillas, o acaso algunos se sientan concernidos, como los especialistas, los habitantes de la tierra donde se encontró algo excepcional y, con menos dicha, ciertos creadores de bienes tangibles cuya propiedad es tan pasajera como la de cualquier mercancía. Otra cosa sucede cuando se reflexiona sobre lo que es patrimonio y se concluye que está relacionado con una herencia ancestral, mientras muchos sólo ubican el patrimonio como un bien trabajado y destinado a los propios herederos. Sin embargo, cuando hace 20 años hablé de nuestro patrimonio culinario en Puebla de los Ángeles y publiqué en estas páginas las razones por las cuales México debía inscribir su patrimonio alimentario para obtener el reconocimiento oficial de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, teníamos ya una clara intención: era la víspera del Tratado de Libre Comercio, el campo mexicano se vería limitado en la producción de sus alimentos y obligado a comprar los de los vecinos del norte, enfrentaríamos un empobrecimiento general de las capas campesinas, pero también de la oferta alimentaria para el pueblo en general y, aunque mis alegatos pretendieron ser convincentes, no incluí suficientemente nuestro empobrecimiento cultural y material, ni hablé de la decadencia de la salud ni del deterioro corporal de nuestro pueblo.
Pero hoy necesito levantar la voz para decir, sin temor a equivocarme, que el principal patrimonio de cada pueblo y de toda la humanidad es su alimentación, en tanto que los alimentos proveen la vida y la viabilidad de las generaciones sucesivas. Por lo mismo, su peor enemigo no son la violencia que mata, sino la violencia que degrada poco a poco la sensibilidad, la inteligencia, la destreza, la alegría, la creatividad, y que desarrolla mecanismos para ir minando a las personas desde la infancia, sus cerebros, sus percepciones de la realidad, su estado de ánimo y sus deseos de vida. Porque, hasta ahora, los programas contra el hambre sólo son paliativos para la sensación de ésta y evitar levantamientos sociales, pero no intentan salvar a nuestra población de la degradación física y mental, ni de una muerte prematura en cuerpos deformados. Las políticas agrarias sólo tratan de mantener al pueblo tranquilo, la tortilla de mala calidad no dejará de contener maíz transgénico, glifosato y derivados del petróleo a través de las raíces, mientras no se acaben los Tratados (TLCAN), para poder entregar las tierras con tenencia segura, créditos para insumos, bodegas de conservación y transporte para alimentar el mercado interno. Esto, en vez de repartir dinero para la compra de mercancías chatarra de las industrias de alimentos que en conjunto manejan más fondos que las del armamento, las drogas y el tráfico humano.
¿Debemos seguir creyendo en las buenas intenciones, aunque no se haga una planeación para sustituir la industria de los comestibles nocivos y no se apueste a la máxima expulsión de trabajadores del campo a Estados Unidos, confiando en sus remesas? No, no podremos descansar, señor Presidente, porque desde el principio creíamos que la lucha era sin cuartel contra las causas del deterioro de la población, y sin concesiones para el neoliberalismo o, al menos, hasta dejarlo en su mínima expresión. De otro modo, sólo se está distribuyendo un poco mejor el ingreso con el fin de que los unos no tengan hambre y que los otros (los capitales invertidos en los falsos alimentos y su mercadotecnia) se realicen mejor y más rápido en los mercados…
Queda un año para elevarlo más alto en la historia, si la 4T es, más que una revolución de las conciencias, una revolución cultural para la salvaguarda de nuestro patrimonio natural, cultural y humano o sea, la alimentación ancestral con base en la cual se construyó la cultura material y cívica que usted tanto admira.