uve la oportunidad de escuchar, en dos o tres ocasiones, la conversación de Milan Kundera en el departamento de Ugné Karvelis. En ese último piso de un edificio de la calle de Savoie, a unos metros del Sena, se reunían, acaso por simple gusto del encuentro, escritores de diversas nacionalidades, originarios en su mayoría de América Latina y de los países del Este.
Karvelis tenía la puerta abierta y los amigos podían instalarse en sus sillones, incluso en su ausencia. Aparte de la proverbial generosidad de Ugné, sin duda a la medida de su inteligencia, su trabajo de editora en Gallimard de autores latinoamericanos y de los países del Este contribuía a estas espontáneas reuniones.
La editorial Gallimard consideraba que un escritor nacido en Checoslovaquia o Rumania era checo o rumano aunque escribiera en lengua francesa, como hicieron autores exiliados de sus países de origen y residentes en Francia. Así, Karvelis podía seguir encargándose de la edición de los libros de Ionesco, Cioran o Kundera. Mi profunda amistad con Ugné me hacía sentirme en casa cuando cruzaba el umbral de su departamento. Los visitantes se esparcían en la sala y, sentados aquí y allá, por elección o por azar, unos buscaban la charla, otros leían, algunos escuchaban o se dejaban vagar hundidos en sus pensamientos. Yo escuchaba por las tardes, charlaba con Ugné, cuando nos quedábamos a solas, durante noches enteras en vela.
La plática entre Kundera y Emil Cioran tenía dejos de una añoranza evocativa, por completo ajena a la nostalgia de un paraíso perdido. El escepticismo de uno y otro les facilitaba un diálogo colmado de humor, donde una risa sin estruendo los interrumpía a menudo. ¿Por qué llorar por algo cuando ha dejado de creerse en ese algo? No queda sino ironizar ante el absurdo de la condición humana, desde el fondo de la desilusión, como hace Cioran. Percatarse de que las cosas, los principios, la Historia, todo, en fin, no es sino una broma, como piensa y expone en su obra Milan Kundera.
Muy distinta la conversación entre Julio Cortázar, en esos años compañero de Ugné, y el autor checo. Discutían del presente político. Un presente completo, con su ayer y su mañana. Nada qué ver con las actualidades de los noticieros en los que una información desaparece tan pronto como aparece, aplastada y borrada con la siguiente.
Sin duda, la presencia de Cortázar era parte del atractivo del salón
para nada literario
que se formaba en casa de Ugné. Era muy raro que se hablara de Literatura, así, con mayúscula, y nadie habría tenido el mal gusto de hablar de sus propios libros. La ruptura amorosa entre Julio y Ugné no afectó para nada la presencia de los escritores latinoamericanos, muchos de ellos publicados en editoriales distintas a Gallimard.
Tanto Kundera como Cortázar lograban hablar con ligereza de temas serios. Alguna vez, Michel Foucault dijo a Jacques Bellefroid: “L’esprit de sérieux est exactement le contraire du sérieux de l’esprit”. Milan y Julio debían saberlo.
La memoria posee poderes misteriosos que permiten trasladarse en un parpadeo a ese país vecino que es el pasado. Revivir un ayer como si estuviera sucediendo ahora y no acabase de pasar. Memoria olfativa: el aroma de la magdalena que despierta en el narrador de Marcel Proust tantos recuerdos. Memoria visual, memoria auditiva. Memoria de las voces. Reconocemos la voz de un amigo al contestar el teléfono, ninguna necesidad de verlo. Cargamos con las voces de quienes hemos escuchado en cajones de la memoria hasta ese momento ignorados.
A veces, al leer Pedro Páramo oigo la voz queda de Juan Rulfo. Escucho la voz de Milan Kundera cuando leo páginas de sus libros. En ocasiones, su voz me distrae y no puedo seguir concentrada en lo que escribió. Dejo entonces de leer para oírlo. Escuchar las palabras que dejó en blanco, las frases que no escribió, el verdadero sentido del sinsentido, el silencio donde la farsa se cumple con todo el estruendo de la carcajada.