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Elena y los pasados del olvido
C

omencé a leer los libros de Elena Garro después de haberla conocido, si así puedo hablar de nuestros primeros encuentros. No deja de ser una experiencia cada vez distinta, sorprendente y conocida leer la prosa o los versos de alguien con quien se han vivido horas, días y noches. A veces, uno cree conocer al autor y le resulta un absoluto desconocido. En ocasiones, asoma la sonrisa de la complicidad cuando se descubren, entre las líneas que se leen, rasgos, gestos, vivencias del autor. En el caso muy particular de Elena, leerla fue vivir lo ya vivido como si estuviera viviéndolo. Era escuchar su voz narrándome sus aventuras, su pasado, como si todo lo que me contaba estuviera pasando mientras las palabras salían de su boca, envolviéndome de nuevo, ahora con su escritura como antes con su voz, metiéndome en su narración, aprisionándome, obligándome a vivir lo nunca vivido como algo ya vivido. Fuera del tiempo, lejos de horarios dictados por manecillas con lógica de contadores y burócratas, convertida en un personaje inventado y manipulado por ella, transformada en la narradora de recuerdos olvidados por el futuro. Huyendo, como ella, del pasado y del porvenir, tratando de salvarse en la movediza tabla del presente que desaparece al mismo tiempo que llega cuando está por llegar. Leerla, pues, era quedar atrapada en la lógica incontestable de la locura, la de Elena Garro.

Como debe suceder en el más evidente de los mundos, conocí a las dos Elenas, Garro y Paz, en 1967, durante un mitin por la liberación de Régis Debray, frente a la embajada de Bolivia en México. Y también como se debe en la más ideal de las realidades, las Elenas me dirigieron la palabra en francés. Para seguir con la inquebrantable lógica, fuimos a dar a Palacio Nacional donde las recibió el secretario particular del Presidente, entonces Díaz Ordaz. Para terminar con broche de oro, me llevaron a la suntuosa residencia que habitaban en Las Lomas de Chapultepec, donde se sucedían los servicios de comidas, comenzando por el de sus campesinos y terminando con el íntimo entre Juan de la Cabada, ellas y, quién sabe por qué, yo misma.

Nos veríamos después, de vez en cuando, en México, antes de su huida a Nueva York. Lo supe por amigos que la ayudaban a esconderse y con quienes David Huerta hacía pintas por las noches.

Unos 10 años después, ya en París, una de esas tardes que no terminan de anochecer en verano, durante la inauguración de una muestra de José Luis Cuevas en una galería de la rue de Seine, dos rostros se pegaron al mío con sus bocas hablándome al mismo tiempo: las Elenas me contaban sus últimas aventuras en los hospicios para viejos de Madrid, donde se refugiaron para esconderse de sus perseguidores.

Desde esa tarde y durante los años que siguieron viviendo en París, cuando no nos veíamos, nos hablábamos por teléfono a cualquier hora del día o de la noche. ¿Cómo no telefonearme a altas horas de la madrugada si una de ellas intentaba suicidarse? O, incluso, como terminó por ocurrir una vez, la tentativa se logró y Elena Garro había muerto. Por suerte y ¡verdadero milagro!, la Virgen del Pilar acababa de resucitarla justo cuando llegué a su departamento con parte del dinero reunido para los funerales.

Las visité en sus más diversos lugares de residencia: un minúsculo y oscuro entresuelo amueblado o un lujoso departamento sobre una avenida arbolada. Llevaban a los gatos con ellas, siempre perseguidas, siempre endeudadas. Ningún dinero podía bastar para los gastos de Helenita, la factura telefónica de Elena, necesidades o caprichos. Garro escribía sus Memorias de España y una biografía de Natasha, la desaparecida hija del zar asesinado con el resto de su familia. La archiduquesa, cuyo retrato Elena comparaba con el de Greta Garbo, convencida de que eran la misma persona y con la cual se confundía ella en una sola y misma identidad. El inolvidable espejismo de su tan real identidad.