Baile con cerdos
asa de las 10 de la noche. Amaranta y Leticia, con telas de plástico sobre los hombros para protegerse de la lluvia ligera, atraviesan el Jardín de Loreto. En los charcos se reflejan las luces de la calle. La fuente está seca y en su pretil duermen algunos pordioseros delirantes en compañía de sus perros. En el atrio de la iglesia quedan algunos vendedores de frituras que se frotan los brazos para ahuyentar el frío. Dos músicos callejeros transportan su marimba y desaparecen en una vecindad sombría.
Amaranta: –Debiste traerte un suéter más grueso.
Leticia: –En la mañana estaba tibiecito. (Se vuelve). ¿Ya te dijo el patrón si nos van a dar los días de Muertos?
Amaranta: –Sí, chulita, ¿cómo no? Me llamó para decirme que en esta temporada es cuando viene más turismo. Que no va a dar permisos y al que falte lo corre. ¿Pensabas ir a visitar a tu papá a Silao?
Leticia: –Casi nunca voy. No me gusta.
II
Amaranta: –¿Y tu mámá?
Leticia: –Hace tiempo que se fue y nos dejó a mi hermano Claudio y a mí encargados de la casa. Dijo que no se tardaba en volver. Que todo lo que necitáramos se lo pidiéramos a mi papá.
Amaranta: –¿A qué se dedicaba él?
Leticia: –Era introductor de ganado. Entonces lo podía vender en el rastro o a sus compradores directos. Tenía bastantes porque era muy buen comerciante. A veces, después de cerrar un trato, los invitaba a la casa. Mi hermano iba por las cervezas y las carnitas y a mí me correspondía preparar las salsas, poner la mesa y tenerlo todo listo para cuando llegaban a las cinco o las seis de la tarde y ya medio tomados.
Amaranta: –¿Entonces era como fiesta?
Leticia: –Con música del radio, baile y todo.
Amaranta: –O sea que la cosa se ponía buena. ¿Y quién bailaba?
Leticia: –Yo… Mi padre insistía: Baila para que los señores vean que lo haces muy bonito. (Se estremece). Nada más de recordarlo me da un coraje, un asco… Pero no quiero seguir hablando de esto. Mejor me voy.
Amaranta: –No puedo dejar que te vayas así. Pasa un momentito a mi cuarto. Está aquí luego luego.
III
Amaranta (desde la cocina): –Un cafecito te va a caer muy bien, pero es de polvo porque la señora que me lo trae de Chiapas no ha venido.
Leticia (mira adornos, las reproducciones y un ramo de flores de papel que adorna la pared): –Me gusta mucho cómo tienes arreglado tu cuarto. Si vieras el mío… Es un desastre. Me daría vergüenza invitarte.
Amaranta: –Déjate de tonterías y cuéntame qué pasó. Bailabas ¿y por qué te molesta tanto recordarlo?
Leticia (deja de golpe la taza sobre de café y el líquido se derrama sobre la mesa): –Acababa de cumplir once años y ya tenía el cuerpo muy formadito. Los invitados eran tres hombres ya mayores, calvos, con los brazos y el pecho cubiertos de vellos y unos pelos largos que les salían de la nariz. ¡Qué horror!
Uno de ellos, al que le decían Chito, jadeando, me pellizcaba los cachetes y decía: Se ve que esta niña va a ser una mujercita muy fogosa, y todos se reían y murmuraban cosas incomprensibles para mí.
Amaranta: –¿Y tu hermano?
Leticia: –El pobre se pasaba toda la tarde parado como poste en la cocina, listo para atender lo que se ofreciera: renovarles a los invitados la bebida o servirles más carne.
Comían con la boca llena y eso me dejaba ver los dientes de oro de Chito, le encantaba presumirlos, y me hacía que me sentara en sus piernas, removiéndose como si estuviera incómodo en la silla.
Amaranta: –Y ¿a qué horas se iban?
Leticia: –Ya tarde y muy tomados. Entonces invitaban a mi padre a que los acompañara. Él cogía su sombrero y si iba diciéndonos que cerráramos bien la puerta. Antes de salir Chito me gratificaba con un peso, como si fuera una mujer de la calle.
Amaranta: –¿Tu padre se daba cuenta y no decía nada?
Leticia: –No. Lo que le importaba era haber cerrado un buen trato. ¿Ahora ves por qué no quiero ir a visitarlo? Además, siento que no tengo nada que decirle ni quiero recordarle aquellas tardes espantosas.
IV
Amaranta: –De todo aquello ha pasado mucho tiempo. Trata de olvidarlo.
Leticia: –Todo era después de la comida, cuando mi hermano se iba a dormir y me dejaba sola, en medio de aquel tiradero de platos, botellas y pedazos de comida. Olía asqueroso, horrible.
Amaranta: –¿Pero como a qué?
Leticia: –A muchas cosas: a sudor, a grasa, a vómito, pero sobre todo a soledad, a falta de esperanzas y a tristeza. Una tristeza muy grande que no puedo quitarme de encima.