l leer que, a lo largo de una década, los funcionarios públicos de Acción Nacional en el DF elevaron 264 pisos inexistentes como producto del intercambio entre permisos de construcción irregulares y departamentos de regalo para los funcionarios públicos, recordé un texto de Fredric Jameson llamado El ladrillo y el globo (1998). Como teórico de la cultura, Jameson escribió, por ejemplo, sobre la relación entre el arte abstracto y el capital financiero. Cómo, al hacerse equivalente toda mercancía con el dinero, se liberan la forma y el color de sus objetos y quedan expuestos tan sólo como materiales crudos. Así, las secuencias chorreadas de Jackson Pollock o los espacios de Rothko, simulan esa desconexión entre el dinero y las cosas del mundo. Es la transformación de un elemento que, por definición, no tiene contenido ni territorio, ni tampoco valor de uso, es decir, en el dinero. El capital financiero crea un juego de entidades monetarias que no necesitan ni producción (como el capital) ni consumo (como el dinero): que supremamente, como el ciberespacio, pueden vivir de su propio metabolismo interno y circular sin ninguna referencia a un tipo más antiguo de contenido
. Es importante enfatizar lo del ciberespacio porque, en efecto, lo global no se refiere al globo
terráqueo, sino a otro globo de interconexiones entre regiones y bancos, fondos de inversión, tasas de interés, que no tienen un lugar territorial.
Agregaría que, al igual que el dinero, la pintura abstracta quiere retratar un vacío dejado por lo sagrado, Dios, y sus designios. Ahora, los motivos y finalida-des inescrutables son las del dinero, que flota por el planeta de un lugar a otro, inaccesible, y ajeno incluso a lo que poda-mos decir sobre él, su violencia, la injus-ticia que causa. El dinero es como ese Dios al que hay que jurarle lealtad aunque sus caminos sean misteriosos. Cuando surgió el arte abstracto todavía el dinero no se transformaba en unos dígitos alojados en un chip y, aun así, ya había impactado con su abstracción a la cultura.
Pero, en el caso de la arquitectura posmoderna –es decir, la que carece de ambiciones utópicas y urbanísticas– Jameson escribe de su relación con la especulación inmobiliaria. De lo prime-ro que me acordé fue del final del ensayo, que trata sobre la imposibilidad de que puedan contarse historias de fantasmas en los rascacielos, por ser ajenos al pasado, en contraste con un castillo o un cementerio. Los cuartos, sótanos, paredes, están habitados por sucesos terribles que se le aparecen a los vivos y los conectan con sus historias insepultas. No en las torres de cristal, que carecen de relación con la historia del lugar. Porque las modernas torres de departamentos son el fracaso del urbanismo: ya no desean mejorar la ciudad que las contiene, sino que huyen de ella, y crean ciudades interiores, como las hoy tristemente célebres City Towers, que tienen varios pisos fantasmales, pero que no guardan relación ya con los espectros, sino con los prófugos de la justicia. Son lugares casi para entrar y nunca más salir: en su interior se reproduce el fracaso de la ciudad, con sus cines, gimnasios, boliches, y jardines. Así, dice Jameson, al estar construidas las torres de departamentos y oficinas con ventanas que, en realidad, son espejos, se esconden del entorno y, más bien, lo reflejan como caos. Están hechas para huir de la ciudad, separadas a tal grado del resto que ya no es posible localizar su entrada, como sucede con la lamentable Torre Mitikah que destruyó al pueblo de Xoco en la capital mexicana. Las torres no tienen relación con el pasado –de ahí que no las habiten casi nunca fantasmas– y su futuro es ser demolidas cuando pase la efervescencia de su venta. Así, al especular con el precio del aire, la tierra sube de precio, se convierte en dinero y vuelve a cambiar de lugar en busca de maximizar su monto. Lo mismo, aunque en el lado público, sucedió con otra torre construida sólo para ocultar la corrupción que le dio origen: la Estela de Luz que conmemoraba el Bicentenario de la Independencia mexicana y que se amontonó hacia arriba sin ningún contenido y con una forma a la que los capitalinos le dieron un apodo de marca de galleta: la Suavicrema. Del lado del saqueo privado, las City Towers connotan el signo de la privatización de la vida que anhela despegarse del caos de la ciudad a la que pertenece sin siquiera voltearla a ver. Por sus reflejos sabes lo que opinan de ella: es monstruosa, un mero contorno de luces, un esperpento. Dentro de ellas se vive la vida verdadera; es decir, la que le sirve de ambiente a ese tipo de tolerancia que se ha bautizado como mismidad
: el gueto de una sola persona que sabe y acepta que existan los diferentes, pero sin necesidad de conocerlos, menos de comprenderlos ni de olerlos. Cada quien en su esfera como el pluralismo que quiere una libertad de borrar a los distintos. Lo que no se toca
porque está aislado en su mismidad.
Además de la corrupción entre desarrolladores y políticos de Acción Nacional, añadamos el engaño a las familias que creyeron estar comprando un patrimonio y, en realidad, tienen el aire de la ilegalidad y la mala fe, adicionalmente, los edificios del cártel inmobliario expresan el fracaso del urbanismo frente a la privatización incomunicada. Un globo que flota en medio de la nada, que somos el resto.