l toreo, tiempo atemporal, fugacidad del instante, tiempo que se inventa y reinventa mediante el lenguaje y el deseo, incluido el lenguaje no verbal; es decir, el tiempo del inconsciente que nada tiene qué ver con el concepto de tiempo lineal o secuencial. El toreo se da en una media verónica lenta, cargando la suerte en la mitad del redondel que quedará en la mente del que la contempla.
Diferente a faenas de 80 pases interminables.
Desde la prehistoria, la lucha con el toro ha estado viva y actuante en la imaginación de los hombres. Todo el Mediterráneo y Mesopotamia conservan vestigios artísticos de la más remota antigüedad en que aparecen imágenes taurinas, de animales divinizados y luchas y juegos con reses bravas. Cristina Delgado, citada por Felipe Pedraza en su libro El toro en el Mediterráneo, recoge una colección de arcaicas recreaciones; pláticas de motivos taurinos. El toro, sus ritos y juegos aparecen en esculturas bajorrelieves, estelas funerarias, sarcófagos, frescos, vasos con formas diversas: una cabeza de animal, un cuerno, etcétera.
Posteriormente, aparecen estos motivos en el teatro áureo de Lope de Vega, contrincante literario de El Quijote, que salpica sus más celebrados dramas con escenas taurinas. Destacan Peribáñez y el comendador de Ocaña, en el que lleva la escena el rito del toro nupcial y sobre todo, el caballero de Olmedo, donde la corrida se convierte en el símbolo de una vitalidad en plenitud que asoma trágicamente al brocal de la muerte, todo lo cual apunta a lo que lo mismo Lope de Vega que El Quijote –Cervantes– estaban en el tema taurino: uno en su teatro y otro en su prosa. Ambos en el accionar de la fantasía. Fantasía que da pie a estas líneas. Otros dramaturgos como Tirso de Molina y Ruiz de Alarcón, aunque salpican en sus relatos la fiesta brava, no calan tan hondo en el tema. Góngora, aunque apasionado de la fiesta brava, sólo escribió poemas de circunstancia. En Quevedo, sus líneas son reflejo burlesco de lances desairados de la lidia que describe jocosamente Fiesta de los toros con rejones al príncipe de Gales, en que llovió mucho. Toreador que cae siempre de su caballo y nunca saca la espada. Fiesta en que cayeron todos los toreadores... Lope de Vega en las rimas de Tomé de Burguillos dedica sonetos acogidos y sustos de una corrida. Lo ridículo igualmente es el alma del toreador atribuido a Calderón.
En el siglo XVIII aparece en una facción de los Ilustrados lo que significa intelectualmente la fiesta; Nicolás Fernández de Moratín escribe su celebrado poema taurino Fiesta de toros en Madrid
, claramente deudores de las que usó Lope de Vega en el Isidro, en las que se evidencia el tema romántico. La oda Pedro Romero, torero insigne
es el primer poema en que el matador se configura como héroe literario. La oda es un canto neoclásico dedicado a un ídolo de multitudes que encara los nuevos valores de racionalidad y dominios de la naturaleza. Fernández de Moratín en una carta dirigida al príncipe de Pignateli –el que supone un origen árabe a la lidia– muestra el interés de la ilustración por la fiesta e inspiró una de las grandes creaciones plásticas en torno a la fiesta: la serie Tauromaquia de Goya.
Francisco Goya, quizá como reacción contra una proliferación de estampas taurinas sin rigor, alejadas de lo trágico de los toros, creó su famosa tauromaquia en 1816. Conjunto de 33 aguafuertes, 11 planchas. Sintetiza con vigorosa técnica expresionista los supuestos hitos históricos de la fiesta y los lances de la lidia contemporánea. Hay varias láminas dedicadas a las actividades taurinas de los moros españoles, a la gesta del Cid campeador, o a Carlos V, ejecutando la misma suerte; o los que hicieron famosos a los toreros de su tiempo, fundadores del toreo moderno: Martincho, Ceballos, Pedro Romero, Pepehillo.