os resultados del plebiscito, rechazando por segunda vez el proyecto de Constitución nacida en los despachos del parlamento, clausura, según el gobierno, al menos a corto y mediano plazo, el nacimiento de una nueva legitimidad institucional. El cansancio, y la frustración se invocan para abandonar la propuesta estrella del programa levantado por el Frente Amplio. Así lo expresa el presidente Gabriel Boric a dos años para concluir su mandato. Sin embargo, esta visión es maniquea.
Los dos plebiscitos frustrados, dejan claro que las demandas por un nuevo ordenamiento jurídico han sido instrumentalizadas por el poder político, olvidando que son producto de un anhelo de la ciudadanía, evidenciada tras la revuelta popular de 2019. Así, más allá de la vigente Constitución Pinochet-Lagos, y los acuerdos de la traición firmados en noviembre de 2019, denominados eufemísticamente Por la paz y una nueva Constitución, el proceso sigue abierto. Su cierre en falso sólo puede acarrear más decepción y ahondar en la crisis de legitimidad sistémica. Este segundo no, conlleva una derrota de toda la casta o clase política chilena, con diferentes perfiles. Para la derecha y extrema derecha es un revés menor; sin embargo, para el gobierno y aliados es una catástrofe. Conlleva sobrevivir, hasta el fin del mandato, bajo el paraguas de los escándalos y acusaciones de corrupción, mostrando su incapacidad para dotar a Chile de una Constitución democrática. Sumido en la desesperación, Boric busca explicaciones en la falta de empatía de una oposición, más o menos pinochetista, que no da tregua, al tiempo que llama a un consenso con la derecha promulgando leyes represivas, nombrando ministros democristianos, ofreciendo espacios al Partido Socialista y asumiendo un discurso enfatizando la inseguridad ciudadana, el aumento de la delincuencia, el narcotráfico y militarizando el Wallmapu. Agazapada, Michelle Bachelet y su guardia pretoriana esperan que se caiga, para proponer su alternancia. Tiempo al tiempo.
Para el Frente Amplio, 2023 era el año para romper con la inercia del régimen neoliberal imperante desde 1973, anclado en la desigualdad, la exclusión social, leyes laborales draconianas, la privatización de la sanidad, educación, pensiones y la venta del país a las trasnacionales. A 50 años del golpe de Estado, el gobierno desaprovechó la ocasión para poner en valor la propuesta del gobierno de Salvador Allende. Por miedo, ignorancia o falta de convicciones, asumió los postulados de la economía de mercado y el capitalismo verde. Así, mientras los chilenos acudían a las urnas obligatoriamente, el gobierno aprobó la entrega de las riquezas básicas a las trasnacionales europeas, ratificando el Tratado Chile-Unión Europea. Todos los partidos, gobierno y oposición, extrema derecha incluida, mostraron su beneplácito. Las consecuencias son desastrosas. Materias primas, recursos hídricos, infraestructuras militares, quedan al albur de los consejos de administración de las empresas mineras, farmacéuticas, capital financiero y bancario de los países de la unión. Chile pierde soberanía y control sobre su desarrollo, apostando por el modelo extractivista.
El problema de una Constitución más progresista o conservadora, sin cambiar el marco referencial, una sociedad de mercado, hace improbable que los derechos humanos, sociales, culturales, étnicos y de género, sea cual fuese su redacción se cumplan a cabalidad. En este sentido, si la primera redacción hizo hincapié en los derechos sociales, la defensa de la naturaleza, flora y fauna, los colectivos LGTB, el derecho a la vivienda, la sanidad, el respeto a los pueblos originarios y la igualdad de género, no hubo cambio en los principios reguladores de la economía de mercado. Sin financiación para cumplirlos, quedó en un brindis al sol. En esta segunda ocasión, el no vino al ningunear el reconocimiento de los llamados semáforos sociales de la primera redacción, y profundizando el modelo neoliberal.
La ciudadanía pide a gritos un cambio de modelo, pero se le niega el derecho a un proceso constituyente, al margen del poder constituido. Éstas y no otras serían parte de las razones de ambos noes. Además, este plebiscito, coincide con la huelga de hambre de los dirigentes mapuches de la CAM, condenados por la ley antiterrorista. Resulta significativo que las tres regiones donde se impuso el sí en el plebiscito fueran las correspondientes al Wallmapu. Una demostración de fuerza de los dueños de empresas madereras, salmoneras y turísticas presentes en la región, además del poder de los latifundistas y terratenientes. Los chilenos obligados por mor de pagar fuertes multas a ir a las urnas, expresan su hartazgo, más allá de los discursos de la élite, casta o clase política a la cual se han incorporado los noveles dirigentes del Frente Amplio con Boric a la cabeza.
¿Bipolaridad? ¿Esquizofrenia? El problema no está en el diván del sicoanalista. Ambos rechazos son prueba del descrédito del sistema imperante. Más allá de sus diferencias, muestran la desconexión entre la ciudadanía y una élite política ensimismada en mantener el proyecto neoliberal a cualquier precio. La última encuesta Cadem, señala que los chilenos ven subir su percepción de la corrupción institucional, situando en la cúspide a los partidos políticos con 81 por ciento, al Congreso con 67 por ciento, los concejales y alcaldes en los ayuntamientos con 59 por ciento, los funcionarios públicos con 58, ocupando un lugar destacado las fundaciones y ONG con 55 por ciento. En definitiva, mientras siga vigente el proyecto neoliberal, ninguna propuesta constitucional afincada en sus principios tendrá éxito. Buscar cerrar el proceso en falso es una quimera. La demanda de una nueva constitución sigue presente. El no impide cerrarlo.