ceptar la realidad o es resignarse, es dejar de pelear contra la verdad. Evadirla lleva a una fantasía con la que se vive como inquilino de un delirio que construye castillos en el aire cuyos cimientos son el odio que resulta del miedo. Cuando esa fantasía se comparte el delirio crece y ese miedo se convierte en alimento del odio. La llama del pavor se nutre con las falsedades que la avivan, no importa cuan absurdas o inverosímiles sean, finalmente serán creídas mientras haya quien quiera que sean verdad. Este es el último y único recurso de una oposición que hoy en México vive peleada con la realidad y que, por ello, pierde adeptos mientras se desinfla víctima de sus propias falsedades.
Por más obstinación que exista, llega un momento en que la realidad es tan apabullante que no hay espejismo suficientemente seductor como para con él continuar evadiendo lo evidente, y con ello mantener un cada vez más agotador pleito contra la verdad. Las mentiras se desinflan de manera proporcional a su entelequia, las falacias, en lugar de cuajar, se derriten.
Es más fácil salir a señalar un supuesto cuchareo en absolutamente todas las encuestas serias, publicadas en diarios de circulación nacional –afines tanto a la izquierda como a la derecha–, y levantadas por las casas demoscópicas más prestigiadas del país, que salir y, en lugar de ello, reconocer que se es oposición por mandato popular y bajo esa realidad construir un proyecto de nación.
No reconocer la razón por la cual la oposición dejó de ser gobierno, o el porqué la gran mayoría del país tiene a Claudia Sheinbaum como preferida para ser la próxima, y primera presidenta del país, ni el que quienes tienen contemplado votar por la alianza entre PAN, PRI y PRD no votarán a favor de Xóchitl Gálvez, sino contra Morena, es también lo más fácil cuando no se conoce otra manera de operar ni hacer política, por lo que, seguramente, la oposición al cometer esta serie de pifias, y otras como construir un equipo de campaña en que la mayoría de sus integrantes representan justo aquello por lo que se votó en 2018 para erradicar, responde a que simplemente hacen lo que saben hacer y les es imposible operar de una manera que no conocen ni pueden llevar a cabo. Eso sucede cuando hay carencia de proyecto y desconocimiento del pueblo.
No hay mejor respuesta a la pregunta sobre si los mexicanos tenemos la oposición que merecemos que la que escuchamos de quienes buscan en ella una opción al actual gobierno y al proyecto de la Cuarta Transformación. La mayoría lamenta la ausencia, justo, de proyecto de nación por parte de Xóchitl Gálvez y la alianza opositora quienes, más allá de acusaciones y palabrotas, no plantean una posible solución a lo que los lamentos de los agoreros sentencian mientras plantean escenarios que, tan fatalistas como absurdos, amenazan con convertir a México en Venezuela mientras se duelen, como si no fuera buena noticia, por la paridad del peso con el dólar, la histórica inversión extranjera directa, el aumento del salario mínimo o la consecución de megaproyectos.
Pretender ser trotskista mientras se aplaude el triunfo de Javier Milei es, también, pretender que el pueblo es, al menos, ingenuo con P. Decir que se es indigenista simplemente por tener raíces indígenas y al mismo tiempo traicionar los acuerdos de San Andrés al haber impulsado y promovido una ley indígena que, en lugar de atender la deuda histórica del gobierno de México con los pueblos indígenas, la acrecentó, y posteriormente intentar ocultar las matanzas en San Salvador Atenco, Acteal y Agua Fría, como señala Pablo Martínez en su artículo titulado Xóchitl y la traición a los acuerdos de San Andrés
, publicado en La Jornada (12/7/23), es cinismo puro.
El pueblo ya no está como para que le tomen el pelo, intentar hacerlo es pretender que sigue siendo el de hace 20 años. Que el único cambio que haya tenido la oposición en este lapso sea la pérdida del poder, y que a pesar de ello no reconozca la realidad, para pelear con ella al no cambiar de discurso, método, cuadros, y que su proyecto en 2024 sea el mismo que los llevó al poder en 2000, pero más chafa, no es en sí la enfermedad que aqueja a una clase política que sigue inmersa en el delirio de sus fantasías, sino síntoma de la decadencia que, después de siglos, finalmente alcanza a quien ha visto a este territorio como un cuerno de abundancia para enriquecerse a costa de los demás, ya sea con intenciones conquistadoras o, derivado de ellas, de sobrevivencia parásita y oportunista.