os actuales movimientos protestatarios de los agricultores en Francia y otros países de Europa presentan interpretaciones paradójicas: por un lado, hay quienes ven en ellos la adhesión natural de sus habitantes a una Europa común; por otro lado, existen quienes observan estas revueltas como un cuestionamiento de Europa.
Ambos análisis poseen fundamentos en apariencia sólidos. En efecto, la coincidencia de estos levantamientos en distintas naciones del continente expresa algo más que una imitación o un contagio de una zona a otra. Los trabajadores de la tierra tienen problemas semejantes de empobrecimiento grave que pueden llevar, cuando no ha sucedido ya en algunos lugares, a la desaparición de la agricultura: abandono de las granjas, supervivencia en peligro, alejamiento de las nuevas generaciones de esta actividad que no da para vivir. ¿Cabe subrayar que, en Francia, los suicidios de agricultores aumentan año tras año y han alcanzado una escalofriante cifra cercana a 400 muertes?
Si todos estos problemas y protestas pueden dar la impresión de un conjunto de países que, semejantes entre ellos, forman la buscada unidad europea, los agricultores claman su desacuerdo precisamente contra esa construcción de una Europa fabricada en las oficinas de Bruselas, desde donde se pretende imponer reglas absolutamente dañinas a su desarrollo, condiciones catastróficas dictadas por una burocracia incapaz de ver las diferencias de una región a otra y pretende decidir, desde sus confortables sillones, los días de la siembra de tomates o del cultivo de las viñas, los horarios para ordeñar las vacas y las temporadas de riego sin prever lluvias ni sequías, los costos de los productos, las ganancias supuestas que sólo existen en los borradores de las especulaciones en papel. A esto se añaden las medidas que aumentan el costo de la producción, incrementan los diversos cargos sociales e impuestos y bajan los precios de sus productos a la venta. Igual de un país a otro, cuando la tierra, la vegetación, el frío, los rayos del sol y la fuerza de los vientos son distintos a lo largo y ancho del continente.
Los agricultores no son los únicos trabajadores que sufren las decisiones de Bruselas. Amplios sectores de artesanos, comerciantes, profesionales, educadores, personal hospitalario y otros ven limitada su expansión, cuando no decididamente en retroceso; se quejan de la situación impuesta desde las sedes de Bélgica y aceptada por sus propios gobiernos . En efecto, los estados europeos han ido cediendo su soberanía en aras de una Europa imaginaria, fabricada para acabar con la diversidad de naciones, uniformando a toda costa cualquiera que sea el costo. Pero éste es excesivo. Se exige nada menos que la riqueza propia a cada región, eso que la hace única, que le da su carácter y su fisonomía, que le da su mismidad y la hace ser ella y no otra. Se exige, pues, la desaparición de las diferencias; es decir, un igualitarismo que no es igualdad, sino uniformidad y pérdida de cualquier identidad.
Gracias a la propaganda y a un mercado que ofrece los mismos productos a todos, la población desea y adquiere los mismos objetos: se viste como dicta
la moda; se alimenta siguiendo los consejos ametrallados en anuncios publicitarios; habla en una jerga que Orwell llamaba la neolengua, donde nadie puede expresarse porque las neopalabras no tienen significado.
Las leyendas son sabias, las fábulas tienen sus enseñanzas, pero sus moralejas pueden variar con el paso del tiempo. La leyenda de la Torre de Babel (puerta de los dioses) ha sido interpretada durante siglos como un castigo divino a la soberbia de los hombres. La multiplicación de las lenguas se interpreta como una punición infligida a las creaturas, cuando bien podría considerarse un premio enriquecedor del espíritu humano gracias a las diferencias de las lenguas y el pensamiento.
¿No fue esa diversidad una de las luchas de Carlos Montemayor?