La propuesta devuelve al arte la capacidad poética de comunicar temas complejos
Miércoles 24 de abril de 2024, p. 3
Venecia. El pabellón mexicano de La Biennale di Venezia 60, representado con la obra Nos marchábamos, regresábamos siempre, de Erick Meyenberg (1980), con la curaduría de Tania Ragasol y la producción artística y museográfica a cargo de Roberto Velázquez, se erige como un proyecto de resonancia internacional.
Es una propuesta que devuelve al arte la capacidad poética de comunicar temas complejos como la migración, superando la retórica que había caracterizado a los pabellones mexicanos anteriores.
La instalación se compone de un espacio integral centrado en una larga mesa rectangular, sobre la cual se exhibe una vajilla creada por el propio artista. Un impresionante ambiente sonoro, iluminación y enormes pantallas de 4 por 7 metros, proyectan una imagen borrosa de una familia reunida alrededor de una mesa en el campo, concebido para generar una atmósfera envolvente que evoca emociones y sensaciones relacionadas con la idea de separación y pérdida que experimentan los migrantes al dejar atrás su lugar de origen.
La convivialidad del banquete se vincula con un ritual que temporalmente devuelve al individuo su sensación de pertenencia, al estar rodeado de su familia. La mesa parece lista para acoger a los comensales, aunque no está claro si ya han comido o están a punto de hacerlo. En este ambiente, imaginamos risas, lágrimas, abrazos y recuerdos que emergen alrededor de ella.
Los platos sugieren una presencia fugaz que ha interesado a otros artistas, como Daniel Spoerri (1930), mientras la escenificación evoca los bodegones barrocos españoles, donde la luminosidad de los objetos dialoga con la penumbra del fondo.
En una entrevista para La Jornada, Ragasol explica que se trata de un proyecto de sitio específico, relacionado con el tema del extrañamiento de la muestra del curador Adriano Pedrosa. El proyecto explora el aspecto del migrante como una condición universal de pérdida y cuestiona el significado de pertenencia.
“Nos habla de lo más primigenio del ser humano, como el desarraigo, el amor, la tristeza, el odio, el luto.
Para destacar esta condición de limbo, hemos desdoblado los objetos presentes a través de reflejos, como la proyección de formas y colores en el piso negro brillante que hemos elegido intencionalmente, para evocar recuerdos y sensaciones fugaces que se agitan en la memoria
, señala Ragasol.
Pradera de las Lágrimas
También hay una silla vacía con los restos de velas encendidas que, según la curadora, evoca el antiguo ritual albanés de encender una vela en la Pradera de las Lágrimas, como augurio del regreso del ser querido.
Este pabellón está inspirado en la historia personal de Erick Meyenberg, ya sea como hijo de migrantes o por su conexión personal con una familia albanesa emigrada en Italia, que fue su fuente de inspiración.
“Es una familia muy especial –dice el artista– que utiliza la comida, el canto, el baile y la poesía albanesa para comunicarse, así como para volver a crear su tierra en cada comida. Cuando lo vi, sentí una nostalgia de algo que yo no tuve en mi infancia por mis orígenes libaneses, porque mis abuelos decidieron cortar completamente con el Líbano, lo que me generó un fantasma afectivo muy grande. Son culturas diferentes, pero hay algo en los sabores, la emoción, en ese cariño que hay en los libaneses, en el contacto físico, que reconocí en ellos.
La sensación de un migrante es de ser un híbrido, de no pertenecer ya ni al país de origen
, comenta Meyenberg.
Nos despedimos en el momento en que comienza el performance que se llevó a cabo hasta el 22 de abril.
“Este performance –añade– está compuesto por tres bailarines que representan la pérdida, y uno de ellos, completamente desnudo, simboliza la vulnerabilidad de su condición.”