Brito, pintor
e llama Armando. Nació y reside en Cuernavaca, aunque por sus orígenes familiares suele considerarse guerrerense. Es dado a la conversa. Pinta desde los 14 años, cuando empezó como rotulista. Se refiere a Roger von Gunten como el Maestro
(ientreoigo la mayúscula en su entonación), pues acudió a sus talleres. Ha radicado y expuesto en Estados Unidos. Es buen lector, y puede decirse en más de un sentido que tiene una mirada clara.
El martes pasado inauguró en Polanco la exposición Crónicas revisitadas (galería Óscar Román). No recuerdo cuándo nos conocimos; sí con agradecimiento, que me ayudó a dejar presentable –modesta, pero dignamente– una serie de trabajos míos para una muestra dibujística. También, que me regaló un sombrero.
Con lo curioso que al respecto soy, no sé su edad, sólo que es algunos años menor que yo. En mi libro Armadillo (Magenta Ediciones) le dedico una sección, El Pintamonas, poemas que parten de su fértil imaginería, y un soneto, nacido de la mezcla de admiración y aversión que de niño le producía un rotulista alcohólico al que apodó así la gente.
A manera de juego (le) escribí hace días el siguiente texto:
Armando Brito es piedra y pájaro, resiste lo que sea, lluvia, sol… Y de pronto manda todo a volar, y vuela. Hacia donde se le da la gana, hacia donde la gana lo lleve, hacia el lugar desde el cual la gana, su regalada llama, lo está llamando. Disciplinado y libre, contento y rebeldón, se ha rodeado de seres imaginarios no tan imaginarios; ha sabido, con su obra, hacerse compañía –y desde luego acompañar. Conejos, camellos, músicos, flores y mujeres, aguas, cielos, astros... O mejor dicho: astros todos, astro todo. De alguna manera extraña, mas no tanto, el universo de Brito se experimenta cotidiano, al menos como su cotidianidad –lo que ahora llaman su día a día–, y a la vez como la extensión de su día a los nuestros, a todos nuestros (por él bien coloridos, alegrados, y hasta agrisados, conste, pero bien) días. Cuando no acierta acierta (le encanta el accidente, se deja encantar por él) y cuando acierta, que es casi siempre, en nosotros acierta su cosmos peculiar, su mundo insólito: sus glifos, jeroglíficos, nos vuelven un lenguaje inteligible, diálogo, simposium –bien que (no hay de otra, y qué mejor) simbólico.
El sábado me visitó y me dejó esta frase: El negro es la suma de todos los colores; el blanco es la suma de todas las luces
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