a tarea de los hombres de cultura es, hoy más que nunca, sembrar la duda, no recoger certezas. De certezas –revestidas con el fasto del mito o edificadas con la piedra dura del dogma– están llenas, desbordantes, las crónicas de la seudocultura de los improvisadores, los diletantes, los propagandistas interesados. Cultura significa medida, ponderación, circunspección: valorar todos los argumentos antes de pronunciarse, comprobar todos los testimonios antes de decidir, y no pronunciarse ni decidir nunca a guisa de oráculo del cual dependa, su forma irrevocable, una elección perentoria y definitiva.”
Traigo a cuento una de las muchas y sabias consideraciones y reconsideraciones que hace Norberto Bobbio, político y filósofo turinés en su profunda Autobiografía (Norberto Bobbio: Autobiografía, España, Taurus, 1998, p. 122) porque son, me parece, bocanadas de aire fresco en un medio y un mundo sometido al torpor de la rutina. Y sí, como nos aleccionan los expertos, un mundo sometido al más implacable estrés del que hayamos tenido noticia.
La naturaleza está estresada, tanto sus cuencas hidrológicas como los bosques; tanto los arrecifes como los océanos. El impacto de los humanos sobre el resto del mundo y sus recursos no ha respetado límite alguno y ahora tenemos que pagar esa factura planetaria.
La naturaleza está estresada, pero también lo estamos los humanos y nuestras colectividades. Las formas de relación y gobierno que nos hemos dado parecen estar irremediablemente agotadas. Incluso el poder revela su imparable desgaste.
Sin que seamos excepción ninguna, nuestras confrontaciones diarias, sea época electoral o no, nos hablan de una política ruidosa, erizada de conflictos y tormentas; de descalificaciones y en gran medida sin contenido ni sentido. La gran arena que muchos imaginamos al despuntar la transición a la democracia se nos presenta hoy azolvada, dominada por el interés mezquino e inmediatista. Ni partidos ni políticos se atreven a hacer propuestas de renovación y largo plazo. Se imponen así la guerra sucia, el cómodo anonimato que proporcionan las redes sociales. El absurdo invade todos los ámbitos de nuestra vida pública.
No es éste el mejor momento de la convivencia entre nosotros, a pesar del cansino mensaje mañanero que nos presenta al pueblo bueno unido bajo la batuta presidencial. Va imponiéndose un tono gris y quienes buscan imitar al que manda no hacen sino el ridículo.
Tenemos que rendirnos a la evidencia: lo que ha sobrevenido con el avance de la política plural es un rezago pasmoso en nuestro lenguaje y prácticas de relación política. Lo que impera es un extenso atraso cívico, educativo y cultural, que cruza la estructura social y de las clases y se apodera del verbo de la política. Para empobrecerlo sin cesar.
Los mexicanos y sus partidos y preferencias tenemos enfrente un largo sendero de aprendizaje para convivir con las diferencias, valorarlas y respetarlas; a buscar acuerdos y equilibrios entre intereses opuestos: tal es el talante democrático que se nos perdió en el camino y nos urge encontrar y reditar. Eso es, sin remedio, el mandato inseparable de vivir en democracia.
Los partidos tienen que demostrar que lo son y dar muestras inequívocas de respeto a las diferencias, entendidas como fuente posible de mayor y mejor conocimiento. Por eso es que para muchos de nosotros los debates han sido decepcionantes. Ni un atisbo de que los contendientes entienden y asumen el valor del intercambio y el diálogo. Todo ha sido un soliloquio sin imaginación ni gracia.
Así llegamos, un tanto agotados, al fin de la jornada electoral, y nos preparamos para ver y escuchar el último debate presidencial y darnos cuenta de la impunidad del crimen y nuestra indefensión institucional y política. Es tiempo de hacer las dolorosas cuentas de una democracia descuidada y ahora maltrecha. Pero nuestro único camino es civilizado y, a pesar de todo, promisorio.