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Seguimos en la misma omisión
S

í, es cómodo; sigamos responsabilizando al policía de la esquina, al patrullero, al comandante, en fin, a todo lo que en materia de seguridad huela a gobierno. Ellos son los culpables de toda forma de violencia, ineficiencia y corrupción. La sociedad sólo es víctima, no es corresponsable de nada, menos aún lo son los adinerados, los más agrios en toda queja y los menos solidarios. Su individualismo es cruel.

No queremos ver que de ese drama somos responsables todos, la violencia, la inseguridad y sus actores no nos llegaron de Escandinavia. La omisión se fue consolidando en patología social desde hace un siglo.

Fueron los posrevolucionarios años 20 en que el presidente Álvaro Obregón sustituyó los residuos policiacos, los gendarmes y policías rurales con tropas. Estaban disponibles de inmediato, eran relativamente baratas, poco sueldo, ninguna prestación, ninguna costosa infraestructura. ¡Ahí nos torcimos!

Hoy, próximos a un nuevo gobierno, hay que repensar muchas cosas que quizá un día funcionaron bajo la perspectiva de aquellos tiempos. Mil certidumbres que fueron útiles y hasta admirables entonces hoy no sirven.

La seguridad, sencillamente, nunca fue entendida en su dimensión sociopolítica. Se le creyó tema propio de militares, idea que hoy la realidad ha puesto contra la pared. De forma alarmante, la señora Xóchitl ya ha anunciado más de lo mismo como propósito de gobierno y hasta ha confundido seguridad pública con seguridad nacional y la señora Claudia cree tranquilizarnos anunciando que aumentará la Guardia Nacional. Ninguna piensa en la participación social. Huella intencional, pero fracasada son las Madres Buscadoras.

Lo que nos ha faltado tanto como la Estrella Polar es la concepción política de la seguridad. Esta función fundamental es un mandato ético que debiera ser un correspondiente de nuestras certezas fundamentales: económica, educativa, cultural, sicológica, mediática, simplemente a semejanzas de países con los que resultamos relativamente comparables. Todos necesitamos ese cambio cualitativo, pocos lo conciben y menos lo aceptan. Esa es la gran síntesis del problema, seguimos pensando en tropas verdes, azules o grises, no en el potencial del pueblo .

En estados evolucionados están claros los dos universos: seguridad y ejército. México no ha alcanzado esa sabiduría. Vivimos la dañina complicación de si la seguridad es o debería ser de la policía o de los militares o de ambos, pero cómo, con qué fronteras. Para los pueblos que ya superaron la disyuntiva les sería absurdo pensarlo ahora como dilema.

Como solución nosotros nos adherimos a un cruel atavismo: no sólo seguimos pensando en el factor fuerza si no que adoptamos la improvisación por encima del profesionalismo, la masividad sobre la calidad y la centralización en perjuicio de estados y municipios. Esa fue la génesis de nuestro mal.

La cultura deseada permitiría la prevención de actos violentos como: 1) la alteración social de la paz pública; 2) la omnipresencia del crimen organizado; 3) lo peor sería una combinación de las anteriores expresada en la descomposión social.

Como el gran principio hoy ausente, la armonía social es básicamente una responsabilidad de la propia sociedad antes de una imposición de la fuerza. Es una solución a largo plazo, sí. Una transformación cultural toma tiempo.

Visto así se deben desmilitarizar los conceptos de paz y de defensa ciudadana, pues si las artes militares precedieran a la reflexión y compromiso político-social ya no sería el ciudadano el actor principal de su preservación y defensa, sino el sistema de armas cuyo alcance es impredecible. Sería un tobogán hacia un mal nacional inimaginable.

El inmediatismo se niega el aceptar que cuanto más participen los ciudadanos, más tendrían el sentimiento de que viven en una sociedad justa, más estarían motivados a defenderla contra cualquier amenaza. No se oiría el clamor, hoy repetido por gobernadores de ¡vengan a defenderme!

Una tesis pacifista e idealista considera que el daño se establece no entre la guerra y la paz, sino entre una concepción del mundo según la cual la política es el origen del conflicto y ahí hay que resolverlo.

Otra idea es la convicción de que ningún poder logra justificarse si su objetivo principal no es el respeto de la dignidad humana y el desarrollo de condiciones que permitan ampliar el bienestar y el desarrollo de las potencialidades humanas.

Ante ello, un país como el nuestro, carente de riesgos de un enemigo militar extraterritorial debemos preguntar a las señoras Xóchitl y Claudia: ¿por qué olvidaron al papel social en su seguridad siendo lo que más le importa?, ¿qué modelo de defensas militares y policiales necesitamos si nuestros reales enemigos extranjeros son la dependencia tecnológica, finanzas y comercio, mientras los internos son las fallas en salud, educación, trabajo y seguridad?, ¿por qué deslealmente omitieron el papel de la sociedad?