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Cultura sin poder y nuevos cacicazgos
A

l hablar del poder cultural, hay que mencionar a quienes nunca lo buscaron, no encajaron en sus redes o no fueron admitidos: José Revueltas, Enrique González Rojo Arthur, Max Rojas, Guillermo Fernández, Leopoldo Ayala, por mencionar algunos escritores raros e incómodos. Luego los que, pudiendo tomar cierto liderazgo, prefirieron pasar: José Agustín, José Joaquín Blanco. Mientras tanto, las figuras paternales se fueron muriendo sin herederos. Quienes parecían relevar a la generación de los caciques históricos (Javier Sicilia, Juan Villoro, Vicente Quirarte, David Huerta, Alberto Ruy Sánchez), con prestigio literario y posiciones en el poder cultural por fuera del aparato estatal, no han pretendido (salvo Sicilia en algún momento) ser voceros, jefes o guías de nadie, simplemente se han aplicado a su trabajo, claro que con influencia editorial, institucional y de opinión. Otro pudo ser Jorge Volpi, cercano a la jerarquía universitaria y diplomático. Pero en realidad los caciques culturales dejaron de nacer hacia 1950.

El factor exilio español, influyente como fue, no se caracterizó por ocupar cargos o posiciones de poder cultural, si bien creó o trasplantó algunos componentes. Adolfo Sánchez Vázquez, José Gaos, Pedro Garfias, Manuel Altolaguirre o José Pascual Buxó sólo actuaron en la academia, en publicaciones de gran calidad y limitada difusión, y no crearon cotos. Juan Rejano dirigió un tiempo el suplemento de El Nacional. José Moreno Villa sobrevivió como periodista y pintor. Emilio Prados, Luis Cernuda y León Felipe prefirieron la sombra. A lo largo de los años 50 Luis Buñuel filma el mejor cine mexicano sin que ello le reporte influencia política o gremial. Su obra la culmina en Europa. En cambio, Joaquín Díez Canedo sí alcanza gran influencia editorial.

La generación del 68 desarrolla una fuerte vocación de poder, lográndolo en lo institucional y desde la oposición. Alimenta revistas críticas y el activismo universitario, o bien engrosa las filas del gobierno. Los pocos que optaron por la vía armada fueron descalificados por la izquierda partidaria e intelectual y liquidados por el Estado. Veinte años después, en 1988, aquellos jóvenes tomaron el poder y abrazaron el neoliberalismo capitalista.

El siguiente relevo resultó menos ambicioso. Predominan un apego a los mayores, un trabajo creador y académico serio y algo desenfadado. Entre 1970 y 1980 proliferan pulcras y atractivas revistas literarias y editoriales independientes que viven de milagro y por amor al arte.

Al monetizarse la cultura oficial en la década de 1990, la onda es obtener financiamiento en un mercado de meritocracia sin fin. Eso llevó a una profesionalización de la gestión cultural que reparte recursos bajo cada vez más duras exigencias tributarias y de papeleo. Los creadores y pensadores salen sobrando en las cúpulas, constituyen sólo la materia de trabajo de la burocracia cultural, aunque su inclusión legitime jurados.

Se instauró un calvario de trámites, plazos y calificaciones, que para quienes juegan fuera del sistema es peor todavía. Eduardo Hurtado, poeta, editor y difusor de la lectura, lo dijo en Facebook el pasado abril: “Imposible un salario, al menos en el sector cultural. Y los pagos por labores efectuadas en la modalidad de free lance son más lentos que un auto en viernes por el Periférico. ¡El horror!” No muy diferente en materia de pagos es la iniciativa privada.

Las primeras dos décadas del siglo XXI afirman lo rentable de las revistas y medios dominantes pese a su decreciente relevancia. La cultura oficial se privatiza, no es el fuerte del régimen PAN-PRI, los presidentes son analfabetas funcionales. Ello no impide la concreción casi accidental, o heroica, de episodios brillantes como la gestión de Daniel Goldin en la Biblioteca José Vasconcelos.

En este periodo se consolidan otros poderes culturales. Destacadamente el de Raúl Padilla López, rector y luego poder tras el trono en la Universidad de Guadalajara, y su punta de lanza, la Feria Internacional del Libro (FIL), iniciada modestamente en 1987, para convertirse en la más grande de América Latina y una de las mayores del mundo. Año con año convoca editores, estrellas literarias y premios Nobel. Su peso mediático convirtió a la FIL en pasarela inevitable de políticos y celebridades, mientras el pacto que estableció con las grandes editoriales nacionales y trasnacionales la posicionó como árbitro y promotor de los libros y el cine (con su respectivo festival). Desde 1991, el encuentro tapatío otorga el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, antes Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, y, actualmente, acoge una docena de premios y reconocimientos nacionales e internacionales. También premiar da poder.

La anémica performance reciente de los 250 intelectuales en favor de la candidata pripanista sirvió para recordar a qué grado los grupos tradicionales están rebasados, y no por su enemigo favorito, el gobierno actual. Aburrido en el Olimpo, el viejo clamor neoporfiriano contempla con ternura a la nueva nostalgia neoliberal de la tercera edad. Los afectados quieren tajada, trato preferencial o hueso, como antes, aunque estética, política y filosóficamente estén acabados. Esto, sin que la actual cultura oficial tenga mucho de qué presumir. La verdadera cultura mexicana del siglo XXI habrá que buscarla en otra parte, no bajo las faldas del Estado.