Deslucido encierro de Campo Hermoso
Lunes 19 de agosto de 2024, p. a37
Ya habían pasado en la Plaza México cinco festejos novilleriles con un desfile de reses desaprovechadas, excepto la inaugural de Barralva, que si no es por la torería y entrega del hidrocálido César Ruiz se pierde en el olvido, hasta que por fin hizo el paseíllo un torero que logró calar hondo en el gusto de la franciscana afición: Bruno Aloi, hijo, hermano y nieto de toreros, que a lo largo de la tarde desplegó conocimientos, decisión y sello ante un descastado, débil y deslucido encierro del hie-rro de Campo Hermoso.
Ante un poco más de asistencia que en los festejos anteriores, hicieron el paseíllo el español Manuel Caballero, de 22 años de edad y 18 novilladas con picadores, hijo del matador del mismo nombre y apellido, quien no obstante su deficiente administración tantos triunfos obtuviera en este mismo coso; el capitalino Bruno Aloi, con 23 de edad y 28 novilladas con picadores, varias en España, y el queretano Andrés García, de 22 años, hermano del matador El Payo, para enfrentar seis ejemplares del citado hierro, bien presentados, de distinto pelaje y esca-sa acometividad en el último tercio.
En quinto lugar saltó al ruedo Ya Merito, con 433 kilos, al que Aloi lanceó con suavidad para luego llevar al caballo por lucidas medias verónicas. Vino entonces un asomo de tumbo en el que Bruno, atento, logró atrapar la vara antes de que cayera al suelo para enseguida realizar un parsimonioso quite por cordovinas, esa bella y desusada suerte del fino diestro Jesús Córdova. Con la muleta, el prometedor diestro inició con una serie de suaves trincherazos y de la firma para llevarse al toro a los medios, donde desgranó sentida tanda de derechazos rematada con un soberbio pase de pecho.
Emoción estética
El enorme mérito de Aloi fue que logró sustituir la falta de transmisión del astado –de tauridad– con una sentida expresión personal, en la que si no hubo emoción dramática, abundó la emoción estética gracias a su claro y fino concepto del toreo. Como notara la falta de emoción en las embestidas del novillo, instrumentó entonces una tanda de limpios y templados derechazos de rodillas que calentaron al tendido. En la suerte suprema –silencio sepulcral y en seguida un alarido colectivo– se volcó sobre el morrillo dejando una estocada en-tera, perpendicular, desprendida y trasera que bastó. La plaza entonces se vistió de blanco y Aloi paseó, satisfecho y sobrio, las dos orejas. A su primero, deslucido y sin humillar, Fernando García le había colgado dos soberbios pares de banderillas por los que fue lla-mado al tercio a saludar. El novillo no paró su descompuesta embestida, pero Bruno, de repente, ejecutó una vitolina al paso, con decisión y sitio. Fue el toque de atención de lo que sobrevendría.
Al joven Manuel Caballero nadie le ha sabido decir, ni su padre, que en México hay que ligar cinco o seis muletazos para calentar a la gente. Lanceó con temple y quitó por cadenciosas chicuelinas a uno de lenta embestida, pero claro, y ejecu-tó tandas de tres muletazos por ambos lados. Se puso pesado con la espada y el juez Braun, despistado, ordenó el arrastre lento a los despojos del burel. Alguien comentó que ello se debió a que las mulillas amanecieron cansadas.
Expresivo con el capote y precavido con la muleta anduvo Andrés García, que deberá afinar su concepto de la lidia para llegar a ser torero de dinastía.