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En las nubes
N

o sé si es culpa del celular como cámara instantánea y democrática, o alguna corriente de la conciencia contemporánea, pero en tiempos recientes hemos vivido una profusión universal y pasmosa de nubes fotografiadas. Como que vamos descubriendo un cielo que siempre tuvimos encima, sus atardeceres encendidos y policromados, vitrales del templo terrenal. Cuál es la novedad, si de hecho la grandiosidad del cielo y sus copos de vapor debieron conocer tiempos mejores, cuando no había esmog ni desastres ambientales descoloridos y tóxicos. Cuando el aire daba vuelta en la región más transparente y nos abría los ojos.

Confieso que aluciné el Armagedón cuando se desató la reciente oleada de firmamentos bellos y majestuosos, crepúsculos poblados de rebaños en tecnicolor, nubes en sus diversas formaciones y consistencias, desgarradas o monumentales, dragones, serpientes, caballos rampantes, rostros del dios o del diablo, halos y auras. Instagram, Facebook y las demás mensajerías esparcían nubes como panoramas de fondo, plegarias, saludos. Todos podemos en cualquier momento. En la playa, en carretera, en la azotea o en el parque de la colonia. Andamos entonces en las nubes. ¿Evasión extracorporal?

Entre la sequía catastrófica y las aguas furiosas, los pronósticos son preocupantes, lo eran ya en esos meses y años. Quizá la pandemia propició el rencantamiento del cielo y su lenguaje gráfico de nubes y vuelos de aves mientras vivíamos encerrados. Ventanas, balcones, terrazas y azoteas recuperaron un valor que habían perdido. Llegué a sentir ciertos temores apocalípticos. ¿Qué tal si el día del fin del mundo hace un sol esplendoroso y las nubes son hermosas? Acaso el proceso de extinción es celebrado por el cielo, que permanecerá ajeno a nuestros destinos. ¿Por qué, cuando las noticias son tan alarmantes, las nubes se muestran espectaculares y nuestro mundito mediocre queda de pronto bajo una Capilla Sixtina real, presencial, visible y fotografiable?

Fábricas de lluvia y rayos, manchas agoreras, sirven de parasol, marean a los aviones o les tienden una alfombra inmaculada, alcanzan con sus manos el alto “país de las nubes” en la Mixteca, la Mazateca, las montañas de Chiapas y Guerrero. De sus nieblas y turbulencias nacen los mitos, las leyendas, los misterios que roban el sueño infantil.

El poeta y periodista José Ángel Leyva, originario de Durango, el escenario favorito de los grandes westerns con cielo filarmónico, ha dado en cantar por Facebook con su lente fotográfica las jacarandas y sus alfombras, las ramas secas contra el cielo, las ramas frondosas, y en particular las nubes del firmamento, todas las nubes de oro y de plata sobre esta ciudad y sus otros viajes. Uno diría que vive cazando nubes y dotándolas de palabras. No extraña entonces que su libro más reciente sea una “extropía”, como la llama su crítico y paisano Evodio Escalante, una búsqueda del mundo visto desde el espacio. El libro se titula Exorbitante (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024) y nace de una entrevista con el cosmonauta ruso Víctor Sabinij. Allí refrenda Leyva su fascinación por las nubes: “Llegan noticias del tiempo anticipadas / en forma de nubes y espectáculos boreales. /El pensamiento planta sus pies en el vacío”.

Una afortunada coincidencia editorial pone también entre las novedades unos Poemas selectos del poeta y pensador alemán Hans Magnus Enzensberger en sobria e impecable traducción del alemán de Pura López Colomé (Fondo de Cultura Económica, Colección Popular 931, 2024). La vena brechtiana y costumbrista, crítica, rebelde y todo lo realista que quepa, no le impide admitir: “Últimamente me sorprendo maravillándome: una costumbre más dulce que la furia y más peligrosa que fumar”.

La selección de López Colomé concluye con las ocho estancias de “La historia de las nubes”. Enzensberger las llama “jeroglíficos voladores” y las aconseja encarecidamente. “Contra el estrés, la inquietud, los celos, la depresión / se recomienda la observación de las nubes. / Con sus bordes rojizos y dorados al atardecer, /superan a Patinir y a Tiepolo. / Las más efímeras obras maestras, / más difíciles de contar que una manada de renos, / no terminan en ningún museo”. Ante el agotamiento, la furia y la desesperación no duda: “se recomienda voltear la vista al firmamento”. Desmenuza sus variaciones sin fin, “y sin embargo, todo permanece como de costumbre”. No muy sólidas, aunque sí elocuentes, pueden prescindir de nosotros, “pero no al revés, / qué rabia”. Se les acusa de poco confiables, “pues ni siquiera se sabe / dónde comienzan y terminan”. Flotan, se borran, son inconstantes, ligeras, y de pronto aplastantes.

Ahora bien, “la física de las nubes / no está del todo bajo control”. El autor sugiere que son más impredecibles que los astros o el clima. “Se opacan, / arcoíris rotos, franjas acuosas, / chorros de luz, halos. Sólo el cielo sabe / cómo lo logran. Una especie por separado, / transitoria, pero más antigua que la nuestra”. Ante la constatación de su condición de “especie” diferente, él también se pone apocalíptico en los versos finales: “nos sobrevivirá / un par de millones de años, / eso es seguro”.