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Cuadernos de La Habana

La masacre

¿C

ómo se encuentran, cómo se conocen Bosques y Fidel Castro?

Seguramente cuando leyó los documentos y manifiestos que envió desde la prisión de la Isla de Piños.

Cuba que sufre, redactado por Fidel desde la isla en diciembre de 1953, y que circuló por toda Cuba por los canales clandestinos, rompió el silencio que rodeaba el juicio del asalto al cuartel Moncada y, ante los ojos del embajador Bosques fue la confirmación de lo que se sabía: el Moncada había sido una masacre.

Redacta Fidel: “Con la sangre de mis hermanos muertos escribo este documento. Ellos son el único motivo que lo inspira. Más que la libertad y la vida misma para nosotros, pedimos justicia para ellos…

¿Por qué no se han denunciado valientemente las atroces torturas y el asesinato en masa, bárbaro, que segó la vida de 70 jóvenes prisioneros? La historia no conoce una masacre semejante, ni en la época de la Colonia ni de la República.

La verdad no se ignora, se sabe. Oriente entero lo sabe en voz baja en todo el pueblo. En el juicio oral, el gobierno no pudo sostener ninguna de sus afirmaciones.

¿Dónde estaban nuestros heridos? Solamente había cinco en total. Noventa muertos en total y cinco heridos. ¿Se puede concebir semejante proporción en ninguna guerra? ¿Qué era del resto?, se pregunta Fidel.

Santiago de Cuba y todo el país sabía bien la respuesta.

Los heridos fueron arrancados de los hospitales, hasta de las mesas de operación y rematados inmediatamente después, en algunas ocasiones antes de salir del hospital.

Fidel continúa su narración de los hechos: “Dos muchachas, nuestras heroicas compañeras Melba Hernández y Haydee Santamaría, fueron detenidas en el Hospital Civil, donde estaban en calidad de enfermeras de primeros auxilios.

“A la última, ya en el cuartel, al atardecer un sargento, apodado El Tigre, con las manos ensangrentadas le mostró los ojos de su hermano Abel; más tarde le dieron la noticia de que habían matado a su novio, también prisionero; llena de indignación los encaró y les dijo: ‘él no ha muerto, porque morir por la patria es vivir’. Ellas no fueron asesinadas... Y ellas son testigos excepcionales de lo ocurrido en aquel infierno.”

En su manifiesto, Fidel denuncia: “Nueve veces ocho fueron los jóvenes que cayeron en Santiago de Cuba bajo la tortura y el plomo, sin juicio de ninguna especie, en nombre de una usurpación ilegítima, sin Dios ni ley, violando los más sagrados principios humanos, que después esparció los restos de sus víctimas por lugares desconocidos… ¿Cuál era su delito? Cumplir con las predicas del Apóstol: Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres, esos que se rebelan con fuerza contra los que roban a los pueblos su libertad, que es robar a los hombres su decoro”.

Gilberto Bosques dio lectura pausada a este documento y asumió el enorme papel que significaba tener ya en la embajada asilados perseguidos de ese movimiento. Además, sabía de los que estaban por llegar de otros movimientos que eran perseguidos: los miembros del Directorio Revolucionario, de la AAA y todo líder que fuera un peligro para el gobierno de Fulgencio Batista.

Entró con profundo interés a revisar lo que se sabía del juicio y se enteró de cómo fueron ultrajados los sobrevivientes en la Sala de Justicia.

“Un ruido metálico sobresaltó al público –cuenta María Rojas, indispensable cronista de los hechos–; era el ruido producido por las cadenas cromadas en las muñecas de Fidel Castro y los otros detenidos.”

Había 200 soldados resguardando el Salón de Pleno.

No se puede juzgar a nadie esposado, reclamó Fidel. El juez ordenó liberar las manos, zafándoles las esposas.

El sudor fluía por la frente de Fidel y por el cuello. Un viejo y gastado cinturón ajustaba su cintura, donde el pantalón de varios pliegues revelaba lo que había adelgazado durante los dos primeros meses de prisión preventiva, relata María Rosas.

Fidel abrió y cerró los puños varias veces para activar la circulación; dos círculos rojos quedaron marcados en ambas muñecas.

No se habían visto los prisioneros desde el ataque y sus detenciones.

Nadie podía hablar, ni moverse, ni cruzar una mirada con los acusados, ni los familiares, ni los amigos, ni los periodistas, ni los letrados de la defensa. Ningún abogado había podido entrevistarse con su defendido.

Los guardias no podían disimular su nerviosismo. Los estados de ánimo tenían un común denominador: la culpa.

–¿Usted participó en los asaltos a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Bayamo, el 26 de julio pasado en forma física o intelectual? –preguntó el fiscal a Fidel en su turno.

–Sí.

La respuesta de Fidel Castro fue tajante.

El embajador Gilberto Bosques se adentró en todo lo que se podía saber del juicio y fue conociendo detalles del interrogatorio, sobre Abel Santamaría, los otros participantes, sobre Melba y Haydee, sobre los libros que leían y los detalles del asalto del 26 de julio.

Varios expedientes sobre el juicio acaparaban la atención del embajador que ahora tenía solicitudes de refugio de quienes escaparon a esa masacre, que habían ayudado o eran perseguidos.

–Una tarea difícil. Pero era la que había que cumplir –se decía Bosques.

Al revisar las solicitudes, no podían dejar de retumbar en sus oídos las palabras del mensaje a la Cuba que sufre de Fidel, que había leído recientemente, en la que citaba a Martí:

Ningún mártir muere en vano, ni ninguna idea se pierde en el ondular y el revolverse de los vientos. Las alejan o las acercan, pero siempre queda la memoria de haberlas visto pasar. Ahora, la historia tocaba a su puerta.

* Embajador de México en Cuba