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¿La fiesta en paz?

En la capital del país nadie quiso blindar una tradición taurina con casi 500 años de antigüedad // Llega la falsa civilización que no quiere ver sangre (en las plazas)

¿Q

ué hubo detrás de la embestida definitiva de animalistas, ambientalistas, antitaurinos y demás contra la fiesta de los toros en la Ciudad de México? Antes, muy antes –diría el inolvidable Alí– de que el falso humanismo confundiera la gimnasia con la magnesia y otorgara a los animales –visibles y de compañía, no salvajes y desconocidos– derechos de los humanos, varios factores estrictamente taurinos propiciaron este rechazo inimaginado.

Estos factores propiciaron que la rica tradición taurina de la capital mexicana quedase a merced de legisladores demagogos, políticos ignorantes y animalistas como sensibles. Inercias e intereses extrataurinos nublaron la visión de futuro de los diversos sectores: por extrañas coincidencias, al concluir el triunvirato y los abusos de los llenaplazas Manolo, Eloy y Curro, comenzaron las imposiciones del neoliberalismo a los gobiernos latinoamericanos y con el presidente Miguel de la Madrid se hizo evidente el deslinde del sector político de la fiesta de los toros, por lo que ningún mandatario de México volvería a pararse en una plaza de toros.

Lo más grave no fue la ausencia de estos personajes sino que la observancia de la normativa taurina a cargo de la autoridad cedió el lugar a la autorregulación de las empresas, que se despacharían, hasta hoy, con la cuchara grande, dando la espalda a la fiesta y a la afición para echarse en brazos de los ases importados al gusto del duopolio primero –Alemán y Bailleres– y del monopolio después, a cargo de los Bailleres. Desapareció entonces la competencia entre empresas y entre toreros, instaurándose un amiguismo acomplejado que haría a un lado al grueso de ganaderías y diestros nacionales. La empresa de la México era amiga de Salinas, no de la tradición taurina.

Sucesores directos de la llamada trinca infernal, David, Miguel y Jorge ya no fueron llenaplazas y las empresas, en vez de subir el toro, conservaron el burel achaficado de antes, en general joven y discreto de cara que reduce costos. El esquema de antes se volvió inoperante al mantener casi cerrado el abanico de ganaderías y toreros. Anunciar toros y ofrecer reses anovilladas, empezó a alejar de las plazas al grueso de la gente, que no sabe pero siente, y a no pocos aficionados, pero el duopolio y sus satélites no lo quisieron ver, arrullados por una crítica sin disposición a los señalamientos sino a la adulación interesada e incondicional, no obstante la creciente sudamericanización de la fiesta brava de México, reducida a tres o cuatro ventajistas ases importados, algunos de los cuales todavía se andan despidiendo y a cuyo cargo quedó una frágil emoción.

Una hornada de nuevos toreros mexicanos regresó de España, donde habían obtenido triunfos pero aquí las empresas, lejos de estimularlos para competir en serio, los redujeron a apellidos comodones y cumplidores ante el toro joven y repetidor, sin que ninguno se convirtiera en relevo importante con personalidad apasionante y verdadero imán de taquilla. A esta falta de diestros con sello y celo o sentido de competencia, se añadieron el aumento de opciones, los deportes de alto riesgo y el posicionamiento mediático de espectáculos con pelotas de todos tamaños, mientras el espectáculo taurino veía reducir asistentes y patrocinios al carecer de publicidad agresiva sin productos atractivos que anunciar, y quedó el escenario propicio para que los agentes locales del pensamiento único anglosajón y el prefascismo hemofóbico o aversión a ver sangre en las plazas de toros, hicieran su entrada triunfal. Que la sangre se quede en los rastros, en asaltos y con el narco.