uando niño visitaba el Museo Nacional de Antropología. Me estremecía de orgullo al leer la frase de Domingo Chimalpahin: Mientras exista el mundo no acabarán la fama y la gloria de México-Tenochtitlan
, aquella ciudad en el lago fundada, dice el mito, hace 700 años y una semana. Crecí en esa tradición cultural. En las visitas a ese museo, cuyo discurso y estructura reafirmaban nuestra visión de Tenochtitlan como pináculo de Mesoamérica y antecedente directo de nuestra nacionalidad. Crecí creyendo que descendíamos de los mexicas y con la contradictoria sensación del odio a los españoles que nos invadieron
y destruyeron nuestra cultura
. Y esas ideas traían aparejadas, a la vez, la admiración por las hazañas de Cortés y sus 400 valientes. En mi adolescencia leí a Cortés, Bernal y León-Portilla, que reforzaron esas creencias.
Cuando digo creencias me remito a José Ortega y Gasset, quien sentenció que las ideas se tienen, en las creencias se está
, para distinguir dos clases de pensamiento. Aunque difiero con muchas partes de aquel ensayo clásico, coincido en la distinción central que hace entre las ideas, que a uno se le ocurren o adopta y que, correctas o erróneas, requieren reflexión, articulado lógico y fundamentos, frente a las creencias, que nos vienen dadas, forman el continente de nuestra vida y no solemos discutirlas: las aceptamos cual nos las legaron y se nos confunden con la realidad misma. Pierden, por tanto, su carácter de ideas. Decía Ortega y Gasset: “las ideas las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas… Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas”.
Por eso no solemos formular ni cuestionar nuestras creencias: están ahí y guían nuestra forma de estar en el mundo… hasta que, añado, las hacemos conscientes y, por tanto, podemos formularlas lógicamente y, entonces, cambiarlas si queremos. En el penúltimo capítulo de mi libro La batalla por Tenochtitlan cuento qué discusiones, qué lecturas me llevaron a abandonar aquellas creencias y cambiarlas por otras ideas, pero puedo mencionar que fueron muy importantes los libros de Guy Rozat, Matthew Restall, Serge Gruzinski, Jaime Montell y otros autores.
Ellos me ayudaron a entender que la raíz simbólica de lo mexicano centrado en Tenochtitlan se construyó ideológicamente desde 1520, cuando Cortés inventó que era la capital de un poderoso imperio cuyo monarca se había sometido a España, para así legitimar la dominación española sobre todo el supuesto imperio. En realidad, muy pocos de nosotros descendemos de aquellos legendarios guerreros y muchísimos menos, casi nadie, de los 2 o 3 mil españoles que estuvieron por acá en 1519-1521. De modo que he buscado, trataré de seguir buscando no lo mexicano
y mucho menos el ser del mexicano
, sino los muchos Méxicos: la pluralidad de Mesoamérica y Aridoamérica, de matices infinitos, la permanente rebeldía de mixes y mayas, el indómito orgullo de los chichimecas y apaches, la resistencia cultural subterránea de purépechas y otomíes, y también el arte de las catedrales barrocas o las misiones de Sierra Gorda, el humanismo de los misioneros franciscanos y jesuitas. Y para rechazar la idea del mestizaje
a la que el porfiriato y el PRI quisieron reducir lo mexicano
añadir que también somos españoles de todas las Españas, moros y judíos sefardíes, africanos esclavizados y cimarrones; sirio-libaneses; a lo que añadimos en el siglo XX a los españoles que huían de Franco, judíos y otros europeos que huían de Hitler, latinoamericanos que huían de Trujillo, Somoza, Videla y Pinochet… y también recordar que mientras los recibíamos, nuestras fuerzas armadas asesinaban a campesinos en Guerrero, a maestros en Chihuahua, a estudiantes en Tlatelolco, porque eso también es México, como lo son el racismo y la exclusión y opresión de los indígenas y los campesinos.
Y sin embargo, me sigue gustando y también es mío el mito de aquellos nómadas que partieron de Aztlán y tras prolongado peregrinar encontraron al águila sobre el nopal y el 13 de marzo de 1325, según la Crónica Mexicáyotl de Fernando Alvarado Tezozómoc, fundaron la ciudad sobre el lago, en el lago. El mito es parte de nosotros, como escribió Alfredo López Austin:
“¡Prodigiosa historia la de los mitos! Se mide por milenios, porque la mitología es una de las grandes creaciones de los hombres. El mito, oral por excelencia… se cristaliza en la médula de los libros sagrados. Vivo, activo, refleja en sus aventuras divinas las más hondas preocupaciones, los más íntimos secretos, las glorias y los oprobios.”
Por ello no deja de ser mía aquella Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes: Dos lagunas ocupan casi todo el valle: la una salada, la otra dulce. Sus aguas se mezclan con ritmos de marea, en el estrecho formado por las sierras circundantes y un espinazo de montañas que parte del centro. En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro puertas y tres calzadas
.
Esa es la imagen de aquella ciudad que asombró a los recién llegados y que daba cuenta del poderío de ese Culúa que pensaban someter. Si transcribiéramos las descripciones de Hernán Cortés, Bernal Díaz y sus amigos, a los actuales neoimperiales racistas (como preceptora del rey de España) debería caérseles la cara de vergüenza (pero no tienen) cada vez que descalifican a Mesoamérica como primitiva o bárbara. Bernal resume: y decíamos que parecía a las cosas de encantamientos que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cues y edificios que tenían dentro del agua
.