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Las lecciones de la Academia de Letrán
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n estos días de austeridad franciscana y anunciada recesión, conviene recordar que la academia más productiva y menos onerosa a la nación ha sido la de Letrán. Fue fundada en junio de 1836 por un grupo de animados lectores. Pretendían mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra.

Productiva, porque sus miembros enriquecieron, como pocos han hecho, la reflexión crítica de nuestro país. Se reunían en un aposento equívoco que participaba de gabinete y de celda, de cuarto colegial y de estudio, a decir de Guillermo Prieto en sus memorias. Los cuatro jóvenes originales, dice el cronista, negado el mundo todo, se refugiaban en otro mundo intelectual. En sillas vacilantes, allí estaban, con sus capotes raídos, José María Lacunza, su hermano Juan Nepomuceno, Manuel Tossiat Ferrer y el propio Guillermo Prieto. Celebraron la inauguración compartiendo una piña en rebanadas.

Días después llegaron nuevos miembros, como Carlos María Bustamante, Lucas Alamán y José María Lafragua.

Uno de sus integrantes, Ignacio Ramírez, El Nigromante, ingresó a la academia el 18 de octubre de 1836, con una tesis incendiaria de apenas una línea: No hay dios; los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos. Escuchada esa frase ahora no inquieta a muchos, pero la pronunció en el remoto siglo XIX, 15 años antes del nacimiento de Nietzsche, el más popular filósofo ateo, quien cinceló su corrosiva frase, Dios ha muerto, casi medio siglo después en La gaya ciencia, publicada en 1882. Es cierto que en el siglo XIX mexicano no tuvimos un Balzac, un Hugo, un Dickens, un Gógol, pero El Nigromante, con su tesis de ingreso a la Academia de Letrán, marcó la vanguardia de la que éramos capaces. José Emilio Pacheco atribuyó la ausencia de grandes prosistas similares a los europeos al peso y a la vergüenza de la Colonia, que marcó a nuestros escritores.

Quizás una de las aportaciones más importantes de la Academia de Letrán haya sido su natural aceptación de la pluralidad. En la habitación de José María Lacunza coincidían liberales y conservadores con un objetivo común: leer sus trabajos con los otros para mejorarlos. Sabían que más allá de las preferencias políticas, los cuentos, poemas y novelas, gracias a la crítica, eran perfectibles con la mirada de los otros.

En ese país inverosímil formado a tirones era claro que la cultura se encontraba por encima de cualquier politiquería. Hasta los hombres duros lo sabían. A causa de sus opiniones políticas, el poeta José Joaquín Pesado fue desterrado por el gobernador de Zacatecas. Lo acogió la Academia de Letrán sin reparo alguno. Pero el exilio duró poco, pues el general José María Tornel, ministro de Guerra, levantó el castigo. Tenía claro que el genio no tiene enemigos; los talentos deben ser respetados por las revoluciones.

Después de la Academia de Letrán otros actores e instituciones han continuado esa sana tradición de hacer coincidir a los distintos para fomentar la crítica. El general Álvaro Obregón nombró secretario de Educación a José Vasconcelos, a un intelectual creyente, quien, para instrumentar su labor, no dudó en contratar a tres pintores no creyentes, dos de ellos comunistas. Sin esa conjunción de los distintos no tendríamos los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Muchos años después, El Colegio Nacional acogió a Octavio Paz y a Silvio Zavala como parte de sus miembros. Dos antípodas: Zavala intentó enjuiciar por traición a la patria a Octavio Paz, por haber renunciado a la embajada de México en India, como protesta por la matanza estudiantil de 1968. Un disparate malévolo que ningún bufet jurídico parisino aceptó llevar a cabo. Otro ejemplo de pluralidad crítica lo llevó a cabo Televisa con la barra En la Opinión De, en su noticiero estelar. Allí colaboraron los distantes y distintos y quienes compartían puntos de vista: Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, René Drucker, Jorge G. Castañeda, Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze y Carlos Fuentes, por citar algunos.

El espíritu crítico es la gran conquista de la edad moderna y el mejor asidero de la democracia. Octavio Paz, al ingresar a El Colegio Nacional, recordaba: nada hay sagrado o intocable para el pensamiento, excepto la libertad de pensar. Sin crítica, sin rigor y experimentación no hay ciencia, ni una sociedad sana. El ejercicio de la crítica es el mejor sustento de la democracia. No es casual que regímenes conservadores, como los del primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, en 2010, o el de la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, en 2022, hayan buscado uniformar a los medios públicos al llegar al poder. La tentación autoritaria busca que todas las voces sean una: la del discurso oficial, la ruta del pensamiento único.