24 por segundo
ace tiempo quiero escribir sobre poesía y cine, o sobre la poesía en el cine, la poesía cinematográfica. Que hay mucha tela de donde cortar no puede ponerse en duda, pero entre otras cosas mi no tan buena memoria impedía el abordaje. Aunque quizá la mala memoria sea producto en este caso de la pluralidad de significados, de la polisemia que en todo lo poético (lo artístico) late, palpita. Toda imagen (toda imagen artística) hace imaginar, he dicho en otras ocasiones, y lo que uno imagina a partir de una imagen concreta puede muy bien resistir, en tanto recuerdo, que la imagen concreta de la que partió. La risa de Claudia Cardinale en El gatopardo, filme de apariencia vulgar, puede sencillamente volverse encantadora, natural, espontánea, pésele a quien le pese, en el espectador que arrobado la contempla, no digamos cuando a cierta distancia temporal la rememora.
Aludí a Visconti, uno de los poetas de la imagen en movimiento. ¿Cómo olvidar a De Sica, Fellini, Rossellini, Pasolini, entre tantos otros? ¿Cómo olvidar escenas, para no hablar del filme completo, de Ladrón de bicicletas, La dolce vita; Roma, cità aperta; El evangelio según San Mateo (poema de principio a fin, como no improbablemente las otras mencionadas).
Alguna vez en un programa de televisión se dijo, y estoy de acuerdo, que la televisión no cambiaba las vidas; los libros y las películas sí. No se puede saber con precisión, pero uno siente que algunas (¿o algunas escenas?) de Buñuel, de Bergman, de Einsestein, de Von Sternberg, de Kurosawa, le han cambiado
la vida (acaso es que la vida iba en esa dirección –mas se desvió– directamente). A lo que quiero llegar es a que la poesía cambia la vida. De otra manera, no se ha entrado en contacto, en verdadero contacto, con ella.
Ese cambio de vida, que no veo sino como un redireccionamiento a donde la vida iba, es lo que hace que una película, una escena, permanezca (su sentido, tal vez no su literalidad) en la mente de quien en buena parte se experimenta vivo por ella, con ella, como ella. Duele acaso advertirlo –no menos eficientemente– se goza el goce de vivirlo, de advertirlo y vivirlo.
¿Cuántos cineastas, cuántas escenas sueltas nos faltaron? Infinidad. Cuando nos nombran, esos cineastas, tales escenas, tocamos levemente lo que se llama o suponemos eternidad: poesía más allá de lo poético, trascendida, trascendente –y/o viceversa–.