l panorama económico y político internacional se encuentra inmerso en una profunda transformación, marcada por una confrontación comercial que, aunque carece de la violencia física de una guerra tradicional, no es menos disruptiva en sus consecuencias. La imposición de aranceles, la activación y desactivación de barreras comerciales, se han convertido en las nuevas armas de una contienda que redefine las dinámicas del comercio global y obliga a repensar estrategias empresariales y políticas económicas.
La administración del presidente Trump se erige como un actor central en esta reconfiguración. Es, nos guste o no, el factor más relevante de nuestro tiempo en términos de influencia política y económica. Algunos analistas han intentado enmarcar su política arancelaria como una estrategia fiscal audaz, un mecanismo para generar ingresos que permitan financiar ambiciosas reformas sin impactar directamente a su base electoral o a los intereses de las grandes corporaciones estadunidenses. Esta interpretación es correcta, sin embargo, vale la pena apuntar elementos de una realidad más compleja, con efectos colaterales en la economía global.
China, en este escenario, es el protagonista, antagonista o coprotagonista perfecto. Su posición como el principal tenedor de deuda estadunidense le otorga una influencia considerable. La capacidad de Pekín para inundar los mercados globales con productos competitivos, respaldada por una posible devaluación controlada del yuan, representa una herramienta poderosa en esta guerra comercial. A esto se suma su creciente sofisticación industrial y una mano de obra cada vez más especializada, lo que le permite mantener una ventaja competitiva en sectores claves.
La reacción de los mercados ante la estrategia de Trump ha sido un ejercicio constante de adaptación a la volatilidad. La activación y desactivación selectiva de aranceles ha sembrado el caos, dificultando la planificación a largo plazo. No obstante, también ha generado la percepción de que las reglas del juego son fluidas y que todo está sujeto a negociación. Esta dinámica ha favorecido a economías estrechamente ligadas a Estados Unidos, como México, cuya resiliencia ante las turbulencias comerciales se reflejó en la ratificación de su calificación crediticia por parte de Fitch Ratings.
Sin embargo, esta adaptabilidad no mitiga el impacto paralizante de la incertidumbre en la inversión productiva. La falta de claridad sobre las futuras políticas comerciales y arancelarias impide a las empresas tomar decisiones estratégicas sobre la ubicación de sus inversiones. La disyuntiva entre invertir en Estados Unidos, expuesto a la volatilidad de las decisiones políticas coyunturales, o en mercados como México, susceptible a la imposición de aranceles repentinos, genera una parálisis en la planificación a mediano y largo plazo.
La figura de Trump como un disruptor político, un empresario ajeno al establishment que transformó el Partido Republicano a su imagen y semejanza, se traslada también al ámbito económico. Su particular estilo de negociación, su Art of the deal, marca una ruptura con el consenso globalizador de las últimas décadas. La globalización, tal como la conocíamos, llegó a su fin, dando paso a un nuevo paradigma de relaciones económicas internacionales más fragmentado y proteccionista.
Ante este panorama incierto, las empresas se debaten entre la espera y la adaptación. ¿Optarán por postergar decisiones de inversión significativas hasta que la presidencia de Trump llegue a su fin, asumiendo el riesgo de una posible extensión de su mandato? ¿O se inclinarán por la adaptación, asumiendo mayores costos de producción y márgenes de rentabilidad reducidos, subsidiando de facto la agenda de Make America Great Again?
Hasta el momento hemos hecho pronósticos y análisis sobre las consecuencias de lo que vemos todos los días en las noticias. Sin embargo, las repercusiones inmediatas de esta confrontación comercial empezarán a notarse en el día a día de millones de personas: los consumidores finales sufrirán el aumento de precios, las cadenas de suministro globales empiezan a fragmentarse, se genera escasez de productos en economías altamente interconectadas, se pierden empleos en economías emergentes y la presión inflacionaria se intensifica. Ese es el efecto pernicioso de la incertidumbre: un hecho negativo no necesita consumarse para generar un efecto en la realidad. Basta el miedo, basta la falta de certidumbre.
La gran interrogante de nuestro tiempo radica en la naturaleza de esta nueva realidad. ¿Estamos transitando un periodo de ajuste doloroso pero con un horizonte final definido, o debemos prepararnos para una era de incertidumbre y caos constantes, impuestos por un estilo de liderazgo que parece prosperar en la ambigüedad? La respuesta a esta cuestión definirá el futuro de la economía global y la capacidad de las naciones y las empresas para prosperar en un entorno cada vez más impredecible.