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Doctor Honoris Causas Perdidas
A

caban de cumplirse 17 años de aquel reconocimiento a Carlos Monsiváis en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México el 7 de mayo de 2008, tres días después de cumplir sus 70 años.

Lo primero que me sorprendió fue que los estudiantes que abarrotaban el salón de la UACM se tapaban las caras con unos abanicos de cartón, como máscaras, con el retrato de Monsiváis fotocopiado en blanco y negro. Desde el escenario, parecía el cartel de Being John Malcovich, la película de Spike Jonze sobre un empleado que descubre un pasaje secreto en su oficina, que va a dar adentro de la mente del actor. Aquí nadie imaginaba que podríamos entrar a la mente de Monsiváis, pero pensé en eso mientras me sentaba sin poder acomodarme en las butacas de metal. ¿Cómo sería la mente de Carlos? Una constelación, más que un laberinto, lleno de letras de canciones, versículos bíblicos, poemas, aforismos, diálogos de películas, que giraban todos en torno al relajo. El Monsiváis relajiento es el que más extraño ahora, contrario a lo que me dicen siempre los demás deudos: ¿Qué diría Monsi de este momento? Sus carcajadas, a veces sin dos dientes, otras con pedazos de pan cayéndole a la chamarra de mezclilla y golpeándose la rodilla con una mano. ¿Cómo le sacaría la broma Monsiváis a este momento?, sería más mi anhelo de escucharlo.

Y es que esta entrega del Honoris Causas Perdidas fue un verdadero desmadre. Primero, porque lo organizaba El Fisgón, quien había caligrafiado el diploma y tenido la idea descolocada de llevarlo a cabo. Después, porque el rector de la Universidad, Manuel Pérez Rocha, le dio un sesgo contradictorio, como si fuera formal todo ese gozoso desgarriate de premiar nuestras derrotas, como si celebrándolas las hiciéramos menos trágicas. El propio Monsi leyó un texto sobre la ética del fracaso que, en efecto, me hizo comprender que este acto mezclaba perfectamente la desmitificación laxa con el duelo absoluto. Leyó Monsiváis:

“Pienso ahora en los militantes de base al tanto de que la victoria no los incluiría, de que muy probablemente se les dejaría como al principio. En los soldados maderistas, zapatistas, villistas… que examinan su única medalla en la noche. En los campesinos que defendían sus tierras, en los sindicalistas y en los agraristas que atravesaron por los espacios de los encarcelamientos, las torturas, las desapariciones y en muchos casos de los asesinatos. Y los sobrevivientes persistieron porque la noción de cumplir con el deber era la recompensa suficiente. Causa perdida es aquélla de la que nunca se esperan las ventajas”.

La imagen de un campesino sacando de una caja de cartón polvoriento su medalla en la noche. No está pensando en lo que no consiguió, ni siquiera en el movimiento en el que participó, mucho menos en su medalla. Está reconciliándose con su propia derrota porque es justa en su razón, porque le devolvió la dignidad, que no es la medalla pero, se la recuerda. Pero no crean que me la pasé pensando durante ese acto. Todo lo contrario. Me defendí todo el tiempo de las señales tan encontradas que se lanzaban desde los flancos, los flashazos constantes de los fotoperiodistas, con los estudiantes que querían acercarse a Monsi, le pedían autógrafos, le querían platicar alguna teoría instantánea, lo tocaban en el hombro para saber de su materialidad mediática.

Era el Monsiváis popular, el ícono –así, con acento, como era en esa época–, el que esclarecía, definía, clarificaba. Como Sabines era el de los versos a la novia y José Emilio era el de la evocación de la infancia extraviada, Monsiváis lo era de la ética infranqueable y la risa en medio de la pérdida.

Creo que ya hablaron Marta Lamas y Rafael Barajas, El Fisgón. El ambientalista Iván Restrepo está revelando que Carlos Monsiváis está afiliado a la Asociación Nacional de Actores. La tramitó para hacer un Juan Tenorio cómico en el Teatro Blanquita llamado Juan Petróleo, en 1980, con la idea fársica en sí misma del entonces presidente José López Portillo de aprender a administrar la abundancia. El mismo Carlos, en 1996, desistió de los intentos inútiles de satirizar esa obra: Nadie puede burlase de lo que ya nació con un halo paródico. Por la misma razón, tampoco era parodiable López Portillo, al que Monsi llamaba, no por su nombre, sino por el de su pareja: el esposo de Sasha. Se proyectan en una pantalla fotografías de la susodicha puesta en escena y alguien alega que el sindicalizado Monsiváis perteneció quizás al PRI, como todos los sindicalizados del régimen de Partido Único. Carlos se tapa la cara y casi podemos escuchar su: qué horror.

Éste es un momento de relajo y de duelo. Se había perpetrado el fraude electoral contra Andrés Manuel López Obrador y el usurpador ya tenía sumido al país en una guerra contra el crimen organizado que mataba más gente de la que se alcanzaba a contar. Las preguntas que nos hacíamos todos eran sobre la probable culpa de la izquierda: si el plantón de Reforma debió de dirigirse completo al Palacio Legislativo para impedir la toma de protesta del Presidente espurio o si debíamos cumplir estrictamente con la idea de los cambios pacíficos y volver a esperar, reorganizar, volver a pensar. El propio Monsiváis había dicho desde el primer fraude, el de 1988: No es lo mismo ganar la elección, que te respeten el resultado. Y, aún así, no es lo mismo llegar a la Presidencia y que te dejen gobernar.

Era, pues, un tiempo de reflexión. Pero también estábamos necesitados de ánimos. Así recuerdo el final del acto. Monsiváis dando esperanzas pequeñas, pero contundentes: Este tiempo es el de la visibilidad oportuna y necesaria de las causas perdidas. No todo se verá aplastado por el neoliberalismo ni por la derecha, tan neonata en materia de ideas y tan fértil en materia de corrupción y represión.

Le aplaudimos con vigor a que no todo estaba perdido. Recuerdo que me fui del auditorio sin poder despedirme de Carlos, que se sentó a sonreírle a los grupos estudiantiles de teatro que a continuación se sucedieron. Salí a la calle ya en plena noche y me puse a caminar hasta que la sensación de ambivalencia entre cotorreo y duelo se me pasara. Y no se me pasó.

Por cierto, todavía tengo el abanico con la cara de Monsiváis en blanco y negro. Para mí es como una medalla.