osé Antonio Morante de la Puebla, talento torero lleno de gracia, ingenio y salero además de la gracia de ser gracioso y caer en gracia. Obtuvo el pasado miércoles en la terminación de la feria de San Isidro madrileña uno de sus mayores éxitos. Lo celebro porque tiene talento, porque tiene gracia, buen gusto torero oficio y maestría que no posee nadie en el panorama taurino actual.
Si bien es cierto que le faltaba hondura, este miércoles parecía hundirse en el ruedo contemplándose en un ballet torero a los astados de Garcigrande sobre los 600 kilos que espantaban a los más valientes. En ese ballet que proyectaba a los tendidos expresaba su interioridad y se volvía uno en la plaza.
El toreo de Morante al fin y al cabo un fuera de serie por la gracia que transmitía a los tendidos: vida, ante toros engastados y la emoción para los aficionados.
Lo de Morante en principio es un fenómeno singular entre el torero y el aficionado. Morante daba la sensación de volar, se conmovía, se refugiaba y hasta se enloquecía transitando entre sutiles fronteras, la cordura y la locura, lo grotesco y lo sublime, la fantasía y la maldad, el amor más exaltado y el abandono más conmovedor.
En la vida-muerte con sus innumerables matices, lo que fluía sobre las venas de Morante se metían hasta la médula y las fibras más sensibles que cimbraban hasta los filtros más íntimos del alma.
Remató su faena con una estocada en todo lo alto, el toro bravo no se defendía de morir. La plaza entera demandaba las orejas. El juez de la plaza era el único que no estaba de acuerdo con que se le diera el premio.