l imponente paisaje de la Montaña de Guerrero contrasta con las hondonadas del olvido y la pobreza abismal de sus pobladores. Son incuantificables los daños que por generaciones han heredado los hijos de la Lluvia y del Fuego. Sólo la siembra del tlacolol los mantiene ocupados dentro de su territorio. La carencia de los servicios básicos ahoga en la miseria a las comunidades rurales, que las condena a cargar con el estigma de su indianidad. La vida en la Montaña se torna insostenible: sin caminos seguros y maltrechos, con cosechas raquíticas, carentes de servicios médicos, con una niñez abandonada, sin agua en sus viviendas, con pisos de tierra y paredes derruidas. Familias que resisten el abandono secular de las autoridades.
El sarampión ha causado la muerte de niños en los campos agrícolas de Chihuahua y en varios hogares del municipio de Cochoapa El Grande. Las enfermedades desangran la precaria economía de las familias jornaleras. El pago del médico y la compra de medicamentos requiere dinero constante. No hay ambulancias para trasladar a los pacientes, sólo las camionetas particulares hacen viajes especiales. La gente arma su camilla con varas para cargar a sus enfermos en las pesadas cuestas de la Montaña. Las personas mayores prefieren soportar sus males sobre los pisos de tierra, encomendándose a los santos de su devoción o esperando que las plantas sagradas hagan el milagro de ponerlos a salvo.
La pobreza en la Montaña se recrudece con la delincuencia que cobra piso, asalta en los caminos, secuestra a los comerciantes y mata a quienes se resisten. Las autoridades del estado se han desentendido de este flagelo que se robustece bajo la sombra del poder. En Guerrero no hay región que esté libre de las bandas criminales. La intervención del gobierno federal es aparatosa e ineficiente. La inversión millonaria en la construcción de las instalaciones de la Guardia Nacional contrasta con los magros resultados en la seguridad de los guerrerenses. Las corporaciones policiacas son delincuentes uniformados que protegen los intereses mafiosos enquistados en las instituciones de seguridad y de la fiscalía. El pacto de impunidad sigue intocado, y los vicios de la corrupción se reproducen como antaño.
Para mal de los guerrerenses, los gobiernos municipales son parte de la urdimbre delincuencial. Los triunfos electorales de los presidentes se fraguaron con dinero mal habido, siendo los coordinadores de campaña los jefes de las plazas. En estas parcelas del poder han tenido cabida los grupos delincuenciales que se erigen como los principales provedores de los ayuntamientos. Las direcciones municipales funcionan como negocios privados: las grúas, los corralones, los centros de detención, la recolección de la basura son concesiones de particulares.
En Cochoapa el Grande operan tres grupos delictivos que se reparten el botín de los comerciantes y maestros que atracan en los caminos. Los homicidios que suceden cada semana no se reportan en la base de datos de las cifras oficiales. Las familias no interponen denuncias por las consecuencias funestas que conlleva señalar a los que delinquen y porque saben que las carpetas de investigación no se judicializan. El peregrinar por la justicia tiene un precio alto en la Montaña.
Las nuevas instalaciones de la Guardia Nacional contrastan con las oficinas maltrechas de los servicios educativos y del INPI. La Secretaría del Bienestar no cuenta con espacios propios para atender a miles de beneficiarios que llegan de toda la Montaña. Los patrullajes esporádicos que hace la Guardia Nacional en nada impiden que los grupos de la delincuencia controlen las principales rutas de la región. Los delincuentes se dan el lujo de instalar módulos de vigilancia en las entradas y salidas de las cabeceras municipales. En la región Me phaa de Zapotitlán Tablas, los delincuentes portan uniformes de las policías municipales y también de la policía comunitaria. En estos enclaves del olvido el número de personas desaparecidas se incrementa. Luis Fernando García Sánchez, oficial del registro civil de Zapotitlán Tablas fue desaparecido el pasado 17 de septiembre. Los familiares temen hacer las búsquedas porque saben que los perpetradores los vigilan.
El abismal abandono de las instituciones educativas ha colocado a la Montaña en los índices más bajos del desarrollo humano. En Cochoapa el Grande y Metlatónoc no hay escuelas completas, tampoco instalaciones dignas. No llegan a tiempo los libros de texto, carecen de material didáctico y los padres compran los uniformes de sus hijos. El ausentismo de los niños es crónico porque salen a trabajar como jornaleros agrícolas. Las niñas, desde los 12 años, son forzadas a casarse. La pobreza de las familias jornaleras no impide los gastos suntuosos que hacen en las bodas.
Felipe, siendo jornalero, logró titularse en ciencias de la educación en San Quintín, Baja California. Su arduo esfuerzo muy pronto se derrumbó al constatar que para conseguir una plaza se requiere dinero. Felipe con Rosalba y sus menores hijos regresaron a los surcos para trabajar de sol a sol en los campos de los menonitas de Chihuahua. Su hijo Manuel tuvo que pagar mil pesos para obtener la ficha del examen en la universidad de Guerrero. Le pidieron 5 mil pesos para que apareciera en la lista de los aprobados. Le cerraron la puerta para estudiar medicina. Las hijas mayores de Felipe tampoco pudieron ingresar al Conalep, querían estudiar enfermería.
A las niñas y jóvenes de la Montaña se les arrancan las alas para no alcanzar estudios profesionales. La desolación es mayor por el abandono de las instituciones. Los niños de la Montaña que nacen en los campos agrícolas no cuentan con actas de nacimiento ni con la cartilla de vacunación. Las madres de familia tampoco son beneficiarias de los programas federales porque trabajan fuera de sus comunidades, los esposos que no cuentan con tierras están excluidos de los programas de fertilizantes y Sembrando Vida. El infortunio de las familias marca su derrotero en la escarpada Montaña: pobres, como siempre.
*Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan