SANEAR LAS INSTITUCIONES
El Estado no es sólo un aparato burocrático, sino que es una relación social y, por lo tanto, depende de la credibilidad de las leyes e instituciones y de la presunción general de que existen reglas comunes, basadas en una moral y una ética, que rigen la política, es decir, la forma en que se organiza y actúa la sociedad.
El bazar electoral que todos presenciamos en las votaciones en torno a la ley presupuestaria afecta por eso duramente al Estado, pues lesiona gravemente la credibilidad de los partidos, que en un régimen democrático son parte esencial del mismo, y también enloda la idea misma de la política. Ante el ciudadano aparece así que representantes que fueron elegidos para llevar adelante un programa y defender una agrupación política, pueden romper ese pacto tácito con sus electores y cambiar de línea y de partido como si la curul fuese un bien propio y no una delegación transitoria. Cunde igualmente la impresión de que la política no sería la defensa de ideas, de principios, de programas, sino una simple carrera profesional y que, como en el caso del fichaje de última hora de los clubes de futbol, un político puede cambiar de camiseta sin problema alguno, ya que carece de ideas y de valores y sólo busca su interés. Por supuesto, esta lacra ųla de la compraventa de concienciasų no caracteriza a la mayoría de los parlamentarios, pero la putrefacción moral de algunos, de todos modos, mancha a los demás y hace surgir la sospecha de que, al menos potencialmente, ellos también podrían en alguna ocasión vender su voto o su pertenencia partidaria.
Es evidente que la majestad de la ley es gravemente dañada por la carencia total de ética por parte de algunos de los supuestos legisladores que, en realidad, sólo se representan a sí mismos y sólo velan por sus propios intereses legislando pro domo suo. Es igualmente obvio que este tipo de incidentes delincuenciales pone en cuestión indirectamente la forma en que los partidos eligen sus candidatos a los puestos de representación, y en que mantienen un control de su electorado sobre los mismos. También colocan en el tapete la necesidad de imponer el predominio de las ideas y programas partidarios sobre el pragmatismo y el utilitarismo, pues no se puede educar a nadie con la idea de que el fin justifica los medios, sin que dicha persona, en un momento dado, no se vea tentada a aplicar esa concepción cínica y se guíe sólo por su interés privado a costa de sus electores y del país.
La política necesita recuperar la ética y las instituciones (entre las que destacan los partidos) deben reconquistar credibilidad y respetabilidad, pues sin tales requisitos no se pueden formar ciudadanos, sino que se construyen súbditos desmoralizados y descreídos.
Los partidos políticos, por lo tanto, deben, además de depurarse, discutir a fondo por qué se ha llegado a esta situación en el campo político, ya que los poderes constitucionales jamás serán tales mientras estén a la merced del poder extraconstitucional de la corrupción y del dinero.
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