NARCOTRAFICO: LA GUERRA PERDIDA
El bárbaro asesinato de tres agentes de la Fiscalía Especial de Atención a Delitos contra la Salud (FEADS), cuyos cadáveres fueron abandonados en la carretera que va de Mexicali a Tijuana, tiene todos los rasgos de un crimen ideado y ejecutado por las organizaciones del narcotráfico, y parece incluso un claro y brutal gesto de desafío de éstas hacia las autoridades federales.
El antecedente inmediato, en este sentido, sería el atentado sufrido por Cuauhtémoc Herrera Suástegui -ex funcionario de la Procuraduría General de la República y sospechoso de haber vendido protección al extinto Amado Carrillo y de haber vendido información al ex gobernador quintanarroense Mario Villanueva, actualmente prófugo-, hace unas semanas en el centro de la capital de la República. Días antes, también en la capital, fue asesinado Gustavo Gálvez Reyes, abogado defensor de Jesús Labra, quien fue arrestado el 11 de marzo y acusado de ser el cerebro financiero de los hermanos Arellano Félix.
Vista en una perspectiva general, esta agresiva y renovada beligerancia del narcotráfico muestra el fracaso de una estrategia de lucha contra las drogas que sucumbe por efecto de su propia lógica. En efecto, la intensificación de los esfuerzos policiales y militares contra las corporaciones delictivas dedicadas a la producción, el trasiego y la venta de estupefacientes puede multiplicar los obstáculos para que las drogas recorran el ciclo que pasa por la siembra y la cosecha de sustancias primarias, procesamiento y refinación, transporte y distribución final entre los consumidores; tales obstáculos encarecen los precios de los narcóticos ilícitos y con ello se incrementan las ganancias de los traficantes, los cuales adquieren, por esta vía, mayor capacidad operativa y mayor poder de corrupción e infiltración de los aparatos encargados de combatirlos.
El círculo vicioso referido -el narcotráfico que se fortalece como consecuencia de los esfuerzos para reprimirlo y erradicarlo- no es, ciertamente, un fenómeno exclusivo de nuestro país, sino que se desarrolla desde hace décadas y de manera trágica en todo el escenario continental. Las políticas antidrogas más delirantes, impulsadas o impuestas desde Washington en los tiempos de la era Reagan-Bush, parecen haberse convertido en una inercia gubernamental en las naciones latinoamericanas, en un lugar común pernicioso y contraproducente pero que nadie, o casi nadie, cuestiona desde el interior de las administraciones públicas.
Paradójicamente, la clase política estadunidense, con toda su hipocresía a cuestas, es perfectamente consciente de la inoperancia de tales estrategias: en la experiencia histórica del país vecino existe la referencia de la ley seca, que en los años veinte fortaleció y nutrió a las mafias que producían, importaban y distribuían bebidas alcohólicas en forma clandestina.
Sucesos como el triple homicidio perpetrado ayer en Baja California tendrían que sensibilizar a los grupos gobernantes sobre la improcedencia manifiesta de la actual política antidrogas y conducir a esfuerzos políticos y diplomáticos orientados a reorientarla de manera concertada hacia la despenalización y la formulación de campañas sociales, educativas y sanitarias que prevengan y contrarresten las adicciones. En un escenario así, los cárteles se desintegrarían por sí mismos y la criminalidad asociada al negocio de las drogas perdería su razón de ser.
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