VIOLENCIA EN EL FUTBOL
El futbol, juego-espectáculo que mueve a millones
de aficionados en todo el mundo y que debería ser una fiesta, está
dando muestras de ser un desafío más cercano al de la guerra,
el miedo y la inseguridad. Para ejemplo, lo sucedido ayer en el estadio
Olímpico Universitario durante y despúes del clásico
Pumas-América.
Llama la atención que en la mayoría de estos
desafortunados casos la culpa recaiga en el aficionado, en las barras bravas,
la porra, o el desquiciado solitario que se vuelve indetectable entre la
masa. Pero ¿quién se ha detenido a reflexionar qué
hay detrás de estos actos violentos?
En Latinoamérica no pasa un domingo sin nota roja
en los noticiarios deportivos, ni un lunes sin que la prensa dedique un
espacio al saldo que dejó la jornada. Un clásico Boca-River,
en Buenos Aires, Argentina; o entre Colo-Colo y la Universidad Católica
de Chile, en Santiago de Chile; o un Peñarol- Nacional, en Montevideo,
Uruguay, no sólo registran los --ya normales para ellos-- hechos
violentos en la tribuna, sino que transforman las calles y barrios de estas
ciudades en verdaderos campos de batalla, en los que la afición,
el ciudadano común, el transeúnte han sido víctimas
de la pasión desbordada en barbarie de los grupos de seudoaficionados.
Y qué decir de algunos países europeos como Inglaterra, Italia
o Rusia, donde hace unos días acabamos de presenciar un lamentable
incidente en la tribuna de un estadio.
En México, el futbol es el deporte más popular
entre la población y afortunadamente la epidemia de la violencia
no lo ha infectado como en otras latitudes. Pero hay varias luces de alerta
que merecen una atención mucho más comprometida, que el simple
deslinde de responsabilidades o la fácil atribución de los
hechos a grupos vandálicos o a locos sin escrúpulos.
Cuando aparece la violencia, los directivos de los clubes
y de la federación, encargados de que el futbol sea --además
de un negocio millonario-- un espectáculo de auténtico goce
social, de sano esparcimiento, se limitan a culpar al aficionado. Para
algunos, el único remedio es la represión o la mano dura
en contra de los bárbaros desenfrenados que desprestigian y ponen
en riesgo su jugoso negocio. La contradicción radica en que precisamente
han sido ellos quienes, en ocasiones con el apoyo de los gobiernos estatales,
han subvencionado a las porras que, por cierto, cada día son más
peligrosas.
La responsabilidad de que el futbol sea un espectáculo
debe ser compartida. Tanto directivos como las barras deben ser los primeros
en garantizar que así sea. También es cierto que hay grupos
de vándalos que sólo van a los estadios a hacer desmanes,
razón por la cual se tienen que mejorar los sistemas de vigilancia
y seguridad en los estadios y sus alrededores. En el caso del estadio Olímpico
Universitario --donde más problemas se están dando--, es competencia
de las autoridades de la UNAM evitar que grupos ajenos a la institución
afecten su imagen con este tipo de disturbios, ya que la violencia social
--que en México poco tiene que ver con el juego del futbol-- encuentra
en las manifestaciones populares los espacios idóneos para hacerse
presente.
En todo momento se deben reprobar las actitudes violentas
ade los seudoaficionados, y es lamentable que sucedan este tipo de calamidades
en torno a un deporte tan querido por los mexicanos. Es necesario que los
altos directivos de los clubes de futbol afronten el problema con seriedad
y no se limiten en culpar a terceros. Son ellos quienes, al ver únicamente
por sus propios intereses --económicos, por supuesto--, más
daño le están haciendo a nuestro balompié, y quienes
están alejando cada vez más a la familia de los estadios.
¿Por qué la violencia en el futbol,
qué está pasando? La sociedad se merece una respuesta. Que
el futbol sea el deporte que todos queremos, el del fair play dentro y
fuera del estadio.
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