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México, D.F. miércoles 9 de mayo de 2001 
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Editorial
  
INTOLERANCIA, A LA OFENSIVA 

SOL Los insólitos procesos administrativos y judiciales emprendidos por el arzobispado de la ciudad de México para tratar de impedir la celebración de un acto religioso evangélico en el estadio Azteca--ante la Dirección Nacional de Organizaciones Religiosas de la Segob, en octubre de 1999--, contra la Ley de Asociaciones Religiosas y de Culto Público--en el juzgado sexto en materia administrativa, en agosto del año pasado-- y para asegurarse en exclusiva la "tutela" de la imagen de Cristo--en marzo del presente, en un recurso promovido ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación--, hechos del conocimiento público en días recientes, son expresión clara de un designio de intolerancia que resulta peligroso, ofensivo e inadmisible para la sociedad mexicana contemporánea. 

Aunque ayer el titular del arzobispado, Norberto Rivera, pretendió minimizar y tergiversar los propósitos de tales procedimientos, es evidente que su representación legal pretende prohibir a otras organizaciones religiosas que realicen actividades de cualquier tipo, así como monopolizar símbolos e imágenes que forman parte de la herencia cultural de la cristiandad en su conjunto e incluso de la humanidad. 

Tales pretensiones obligan a recordar los tiempos en que el clero católico hegemonizaba los poderes espiritual y político, y ejercía, con base en ellos, una asfixiante y omnipresente tiranía sobre el resto de la sociedad: intervenía en la escena política, acaparaba los principales recursos económicos, determinaba cómo había qué pensar y qué libros podían circular, perseguía, torturaba y ejecutaba a los ministros y creyentes de otras religiones e incluso decidía quiénes eran dignos, y quiénes no, de ser enterrados en los cementerios. 

Tal evocación podría parecer exagerada, de no ser porque la memoria histórica de la humanidad en general, y de la sociedad mexicana, en particular, guarda un registro fiel de los extremos de atrocidad y barbarie a los que han llegado los maridajes entre poder espiritual y político. Los argumentos de exclusividad divina, aunados al ejercicio del poder temporal, han servido, en innumerables ocasiones, para justificar toda suerte de crímenes, y la historia de la Iglesia católica está llena de ejemplos al respecto. 

Desde esta perspectiva, los empeños de la arquidiócesis por recuperar facultades virreinales e inquisitoriales en detrimento de otros cultos, cristianos o no, resultan inaceptables y repudiables, toda vez que, de concretizarse, significarían el primer paso de una regresión histórica hacia el absolutismo. 

Si la jerarquía católica pretende preservar y expandir su feligresía, debiera empezar por desprenderse de tales afanes monopólicos que, al inicio del tercer milenio, resultan un tanto delirantes, hacer profesión de pluralidad, tolerancia y respeto a las diferencias y reconocer a una sociedad que, siendo mayoritariamente católica, decidió hace mucho tiempo establecer un deslinde claro e inequívoco entre la espiritualidad y el poder público.
 

 

 

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