INTOLERANCIA, A LA OFENSIVA
Los insólitos procesos administrativos y judiciales
emprendidos por el arzobispado de la ciudad de México para tratar
de impedir la celebración de un acto religioso evangélico
en el estadio Azteca--ante la Dirección Nacional de Organizaciones
Religiosas de la Segob, en octubre de 1999--, contra la Ley de Asociaciones
Religiosas y de Culto Público--en el juzgado sexto en materia administrativa,
en agosto del año pasado-- y para asegurarse en exclusiva la "tutela"
de la imagen de Cristo--en marzo del presente, en un recurso promovido
ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación--, hechos del conocimiento
público en días recientes, son expresión clara de
un designio de intolerancia que resulta peligroso, ofensivo e inadmisible
para la sociedad mexicana contemporánea.
Aunque ayer el titular del arzobispado, Norberto Rivera,
pretendió minimizar y tergiversar los propósitos de tales
procedimientos, es evidente que su representación legal pretende
prohibir a otras organizaciones religiosas que realicen actividades de
cualquier tipo, así como monopolizar símbolos e imágenes
que forman parte de la herencia cultural de la cristiandad en su conjunto
e incluso de la humanidad.
Tales pretensiones obligan a recordar los tiempos en que
el clero católico hegemonizaba los poderes espiritual y político,
y ejercía, con base en ellos, una asfixiante y omnipresente tiranía
sobre el resto de la sociedad: intervenía en la escena política,
acaparaba los principales recursos económicos, determinaba cómo
había qué pensar y qué libros podían circular,
perseguía, torturaba y ejecutaba a los ministros y creyentes de
otras religiones e incluso decidía quiénes eran dignos, y
quiénes no, de ser enterrados en los cementerios.
Tal evocación podría parecer exagerada,
de no ser porque la memoria histórica de la humanidad en general,
y de la sociedad mexicana, en particular, guarda un registro fiel de los
extremos de atrocidad y barbarie a los que han llegado los maridajes entre
poder espiritual y político. Los argumentos de exclusividad divina,
aunados al ejercicio del poder temporal, han servido, en innumerables ocasiones,
para justificar toda suerte de crímenes, y la historia de la Iglesia
católica está llena de ejemplos al respecto.
Desde esta perspectiva, los empeños de la arquidiócesis
por recuperar facultades virreinales e inquisitoriales en detrimento de
otros cultos, cristianos o no, resultan inaceptables y repudiables, toda
vez que, de concretizarse, significarían el primer paso de una regresión
histórica hacia el absolutismo.
Si la jerarquía católica pretende preservar
y expandir su feligresía, debiera empezar por desprenderse de tales
afanes monopólicos que, al inicio del tercer milenio, resultan un
tanto delirantes, hacer profesión de pluralidad, tolerancia y respeto
a las diferencias y reconocer a una sociedad que, siendo mayoritariamente
católica, decidió hace mucho tiempo establecer un deslinde
claro e inequívoco entre la espiritualidad y el poder público.
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