ACCIONES NECESARIAS PARA LA PAZ
Ayer
compareció ante diputados de la Comisión de Defensa Nacional
el secretario del ramo, general Ricardo Vega García, en lo que constituye
un hecho sin precedente que rompe una más de las perniciosas "reglas
no escritas" del extinto sistema político mexicano. Durante siete
décadas los responsables de las fuerzas armadas fueron mantenidos
al margen de la rendición de cuentas por parte del Ejecutivo al
Legislativo. Cabe saludar el final de esa excepción a la normalidad
legal y republicana, pues colocaba el quehacer de las instituciones castrenses
en un terreno oscuro, propicio a la sospecha y el rumor, y auspiciaba una
indeseable distancia entre el ámbito civil y el militar. Además
de ser un signo auspicioso de transición, el contacto entre el titular
de la Sedena y los legisladores contribuyó a situar en su justo
sitio el papel del Ejército ante el accionar de organizaciones armadas
como las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP), toda vez que
el propio secretario de la Defensa señaló que no es su dependencia,
sino la Procuraduría General de la República (PGR), la entidad
responsable de investigar a tales grupos.
Precisamente a este respecto ayer mismo tres destacadas
personalidades políticas expresaron posturas similares y plausibles
sobre la manera de afrontar la presencia y el desarrollo en el país
de grupos políticos armados: el arzobispo primado de México,
Norberto Rivera Carrera; el presidente de la Confederación Patronal
de la República Mexicana (Coparmex), Jorge Espinosa Reyes, y la
esposa del presidente Vicente Fox, Martha Sahagún. Hicieron eco
de la actitud externada la víspera por el titular del Ejecutivo
en el sentido de propiciar, mediante el diálogo, la desactivación
de tales grupos.
Asimismo, en términos distintos y con variados
énfasis, el dirigente patronal, el jerarca católico y la
ex vocera presidencial coincidieron en la necesidad de avanzar en la superación
de las exasperantes condiciones de pobreza y marginación que, en
diversos entornos geográficos y sociales del país, han hecho
posible --si no es que inevitable-- el surgimiento de movimientos armados.
Debe recordarse que el señalamiento referido es
correcto, pero no suficiente, si se considera que una parte importante
de tales movimientos está directa o indirectamente vinculada a comunidades
indígenas y que éstas, en el caso de Chiapas, no sólo
se alzaron en armas en demanda de justicia social, sino también
de reconocimiento y de dignidad. La administración de Ernesto Zedillo
pretendió solventar el conflicto mediante la aplicación,
en las áreas de conflicto, de cuantiosos recursos presupuestales
--que, de todos modos, no llegaron a sus supuestos destinatarios-- pero
sin ceder en el reconocimiento de la identidad y los derechos de los indígenas;
recurrió, por el contrario, a una estrategia de hostigamiento y
represión y a la negación, en los hechos, de los acuerdos
de San Andrés.
Hoy el país ha avanzado en materia de democratización,
pero ello no ha significado atenuación alguna en las condiciones
de miseria y opresión política y social que enfrentan las
comunidades indígenas. La expresión legislativa de la clase
política optó por dar la espalda a los acuerdos de San Andrés
y aprobó unas reformas constitucionales que los desvirtúan
y distorsionan; en tal circunstancia, resulta improcedente reducir a la
pobreza los motivos del descontento. El México oficial debe involucrarse
en el desarrollo de la justicia social, pero también de la dignidad
y el reconocimiento, para extensos ámbitos del México real;
en tanto no se avance por esa doble vía y no se subsane de raíz
una fractura nacional que ya nadie puede negar, no habrá condiciones
para la desactivación profunda y definitiva de las diversas expresiones
políticas armadas.
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