EU: LAS SEMILLAS DEL ODIO
La
pérdida violenta de vidas humanas es indignante e inaceptable en
cualquier circunstancia, y los atentados en la costa este de Estados Unidos
no son excepción a esta regla. Esa repudiable matanza de civiles
inocentes perpetrada por autores intelectuales aún no identificados
ha generado, en ese y muchos otros países, respetables expresiones
de dolor y consternación por las muertes injustificadas y absurdas,
por los sufrimientos y la zozobra de los habitantes de la nación
más poderosa del mundo y por la devastación material y espiritual
que provocaron los avionazos intencionales.
Sin embargo, la conmoción mundial referida ha puesto
en evidencia el desarrollo y la imposición creciente de un doble
criterio para expresar el enojo y la tristeza ante la pérdida de
vidas, dependiendo si se trata de ciudadanos estadunidenses o de los muertos
--mucho menos mediáticos y mucho más anónimos-- de
los países pobres agredidos, en la segunda mitad del siglo XX, por
Washington y sus aliados.
Por otra parte, los medios occidentales han aprovechado
su propio estruendo para situar al país agredido --injustificada
y criminalmente agredido, ha de recalcarse-- como un paladín de
los valores humanitarios y democráticos, siendo que la historia
reciente da cuenta de una nación belicosa e injerencista cuyas incursiones
militares en Asia, África, América Latina y Medio Oriente
han dejado un saldo inabarcable de destrucción, muerte y agravios
en una larga lista de países y han generado un odio duradero contra
el gobierno de Washington, odio que se manifiesta casi invariablemente
cada vez que un mandatario estadunidense visita las naciones victimadas.
Para considerar únicamente las últimas seis
décadas, y sin el propósito de elaborar una lista exhaustiva,
esa historia terrible comienza en 1945 en Dresde, así como en Hiroshima
y Nagasaki; sigue en Guatemala e Irán, en donde la CIA promovió
y financió cruentos golpes de Estado seguidos por campañas
de represión masiva y violaciones sistemáticas a los derechos
humanos; pasa por las agresiones a Cuba, a principios de los sesenta, y
llega a niveles de horror en Vietnam a lo largo de esa década y
parte de la siguiente; luego vendría la destrucción de la
democracia chilena, que significativamente tuvo su punto culminante un
11 de septiembre.
En los años ochenta el gobierno de Ronald Reagan,
auxiliado por esbirros locales, ensangrentó Guatemala y El Salvador
--países en los que, con armas estadunidenses, se perpetraron verdaderos
genocidios--, emprendió una lacerante e injusta guerra contra el
gobierno nicaragüense e invadió Granada. En esa misma época,
la Marina de Estados Unidos bombardeó Líbano y la Fuerza
Aérea de ese país atacó Trípoli. Bush padre
se estrenó con la invasión de Panamá que dejó
miles de muertos inocentes y se despidió con la devastación
de Irak en 1991.
De entonces a la fecha, durante la presidencia de William
Clinton, Washington ha bombardeado esporádicamente ese país
sin justificación alguna y ha lanzado ataques contra Afganistán
y Sudán. En el segundo caso la agresión fue particularmente
criminal, dado que se orientó a destruir una fábrica que
producía la mitad de los medicamentos de ese país.
Sin afán de minimizar la monstruosidad cometida
hace una semana en Nueva York, Washington y Pensilvania ni de agraviar
la memoria de las víctimas, no debe olvidarse que la política
exterior estadunidense en la segunda mitad del siglo pasado causó
millones de muertos en otros países y sembró, así,
las semillas de un odio difícilmente superable.
Como lo señaló atinadamente la escritora
estadunidense Susan Sontag, los atentados del martes no fueron "contra
la 'civilización', la 'libertad' o la 'humanidad' ni contra el 'mundo
libre', sino una agresión contra Estados Unidos (...), consecuencia
de ciertas acciones y de ciertos intereses estadunidenses".
En todo caso, nuevas agresiones bélicas contra
gente inocente --como las que Washington planea a ojos vistas-- no atenuarán
los sentimientos antiestadunidenses en el mundo, sino todo lo contrario.
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