Espejo en Estados Unidos México, D.F. martes 13 de noviembre de 2001
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Editorial
 
LA PRECARIEDAD DE EU

SOLLa caída del vuelo 587 de American Airlines --un Airbus A-300 que llevaba 255 personas a bordo-- sobre un barrio de Queens, Nueva York, ayer por la mañana, se debió, de acuerdo con las apariencias y las investigaciones preliminares, a un accidente. El trágico episodio no estuvo relacionado, al parecer, con los atentados terroristas del 11 de septiembre ni con la campaña bélica que el gobierno de Washington mantiene, desde hace más de un mes, contra Afganistán. Sin embargo, el hecho puso en evidencia la enorme fragilidad en la que se desarrolla, desde el mes antepasado, la vida cotidiana en Estados Unidos y la crisis de credibilidad y confianza que vive el país vecino a raíz de los ataques con aviones comerciales repletos de pasajeros, estrellados --no se sabe a ciencia cierta, hasta ahora, por órdenes de quién-- contra el World Trade Center de Nueva York y contra el edificio del Pentágono, en Washington.

En esta ocasión, las autoridades han adelantado indicios de que la catástrofe pudo ser causada por fallas mecánicas o errores humanos, y no habría razón para no creerles de no ser porque, si hubiera sido un nuevo atentado, el impacto sobre la opinión pública sería de tal magnitud que presumiblemente llevaría al gobierno estadunidense a ocultarlo. De hecho, en las primeras horas después del avionazo, y habida cuenta de la paranoia nacional en la que está sumido Estados Unidos, sus distintos niveles de gobierno reaccionaron como si el país estuviera bajo un nuevo ataque: se declaró el máximo nivel de alerta en el área metropolitana de Nueva York, los aeropuertos del área estuvieron cerrados durante más de medio día, las defensas aéreas fueron enviadas a patrullar los cielos de la zona e incluso se evaluó la posibilidad de un cierre total de aeropuertos en ese país. Las bolsas de Estados Unidos y del mundo experimentaron bruscas caídas --por si algo faltara para fortalecer las tendencias recesivas que se incrementan en la economía globalizada-- y la zozobra se apoderó de las sociedades occidentales.

La resonancia, el impacto y la distorsión de lo que probablemente fue un simple --aunque trágico-- avionazo se explican por la guerra que la administración de George W. Bush decidió declarar contra un enemigo tan difuso e indefinido como el "terrorismo internacional", y en el curso de la cual, centenas o miles de civiles de una nación remota y destruida han sido exterminados como efecto previsto de los bombardeos de la Fuerza Aérea estadunidense. Esa misma guerra ha creado el marco propicio para que manos anónimas --que difícilmente podrían ser las de Osama Bin Laden y sus secuaces-- efectúen envíos postales, al parecer masivos, de esporas de ántrax a diversas oficinas públicas y medios informativos del país vecino. En el contexto de ese conflicto en el que el único designio claro es el afán de Washington por arrasar Afganistán, cualquier accidente en territorio estadunidense puede ser percibido como un contraataque talibán y cualquier conspiración de intereses clandestinos, dentro o fuera de Estados Unidos, puede aprovechar la circunstancia para sembrar el terror y endosar la factura a los sectores integristas del Islam. Hasta ese punto ha socavado el gobierno de George W. Bush la seguridad y la confianza de su país.
 

 

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