Espejo en Estados Unidos México, D.F. lunes 19 de noviembre de 2001
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Editorial
 

EU: RUMBO AL ESTADO AUTORITARIO

SOLUno de los saldos más evidentes --y preocupantes-- de la crisis desatada a raíz de los atentados terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos y de la guerra lanzada por el gobierno de ese país contra el régimen fundamentalista afgano es el grave estrechamiento de las libertades individuales y el acoso a los derechos humanos fundamentales, tanto en territorio estadunidense como, por extensión, en el resto del mundo occidental.

Para nadie es un secreto que la imagen de Estados Unidos como paraíso de la democracia y Estado paladín del respeto a los derechos humanos ha sido, desde siempre, una construcción de la propaganda oficial y del discurso mediático que sólo parcialmente se corresponde con la realidad: el país vecino es un grave violador de los derechos humanos --la vigencia y la frecuencia de aplicación de la pena de muerte y los abusos policiales son dos botones de muestra-- y su democracia es tan imperfecta como la de cualquier país promedio del Tercer Mundo, como se puso en evidencia en noviembre pasado, cuando el actual presidente, George W. Bush, llegó a la Presidencia sin haber logrado el voto mayoritario de la ciudadanía y tras un proceso comicial cuestionado y desaseado. Al mismo tiempo, es innegable que las instituciones estadunidenses garantizaron, hasta el pasado 11 de septiembre, un amplio margen para el ejercicio de las libertades individuales.

Una de las más inmediatas consecuencias de los atentados criminales de esa fecha fue la activación de las corrientes autoritarias e incluso totalitarias que permanecían más o menos aletargadas en el poder público y en la sociedad estadunidenses. Antes que la ofensiva bélica sobre el remoto régimen talibán, Washington replicó con una ofensiva política, mediática y legal contra las garantías individuales y los derechos humanos.

En las últimas diez semanas, centenares de personas han sido arrestadas y retenidas con base en su aspecto o en simples sospechas, sin ser sometidas a juicio, sin que se les permita llamar a su abogado y, en el caso de los extranjeros, a sus respectivos consulados. Unos días después de la tragedia, el Capitolio otorgó al gobierno de Bush poderes de emergencia para intervenir llamadas telefónicas y correspondencia electrónica, allanar moradas y practicar arrestos a discreción. 

La semana pasada, el poder público de Estados Unidos fue más allá y decretó la validez de someter a tribunales militares a extranjeros sospechosos de terrorismo. La medida es doblemente infame: por un lado, constituye una grave violación a los derechos humanos de los civiles --toda vez que no existe una guerra formalmente declarada ni un estado de emergencia que justifique las cortes castrenses--, y por el otro, es odiosamente discriminatoria para con los extranjeros. La paradoja del caso es que el atentado terrorista más grave que se haya esclarecido hasta ahora en Estados Unidos fue perpetrado por Thimoty McVeigh, un estadunidense típico, héroe de guerra del ejército de su país, juzgado y recientemente ejecutado por determinación de un tribunal civil.

Más grave aun, mientras el gobierno mantiene su ofensiva contra la plena vigencia de los derechos humanos, los medios empiezan a relativizar la prohibición moral absoluta sobre la tortura y a plantear que semejante atrocidad puede ser un método válido de investigación policial. Pero la sociedad estadunidense parece no darse cuenta de que los designios autoritarios de Bush y las corrientes internas de pensamiento bárbaro --como las que proponen recurrir al apremio físico para ubicar presuntos terroristas-- hacen mucho más daño a la vida política y cívica de Estados Unidos que las organizaciones extranjeras oficialmente catalogadas como terroristas.
 

 

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