EU: RUMBO AL ESTADO AUTORITARIO
Uno
de los saldos más evidentes --y preocupantes-- de la crisis desatada
a raíz de los atentados terroristas del 11 de septiembre en Estados
Unidos y de la guerra lanzada por el gobierno de ese país contra
el régimen fundamentalista afgano es el grave estrechamiento de
las libertades individuales y el acoso a los derechos humanos fundamentales,
tanto en territorio estadunidense como, por extensión, en el resto
del mundo occidental.
Para nadie es un secreto que la imagen de Estados Unidos
como paraíso de la democracia y Estado paladín del respeto
a los derechos humanos ha sido, desde siempre, una construcción
de la propaganda oficial y del discurso mediático que sólo
parcialmente se corresponde con la realidad: el país vecino es un
grave violador de los derechos humanos --la vigencia y la frecuencia de
aplicación de la pena de muerte y los abusos policiales son dos
botones de muestra-- y su democracia es tan imperfecta como la de cualquier
país promedio del Tercer Mundo, como se puso en evidencia en noviembre
pasado, cuando el actual presidente, George W. Bush, llegó a la
Presidencia sin haber logrado el voto mayoritario de la ciudadanía
y tras un proceso comicial cuestionado y desaseado. Al mismo tiempo, es
innegable que las instituciones estadunidenses garantizaron, hasta el pasado
11 de septiembre, un amplio margen para el ejercicio de las libertades
individuales.
Una de las más inmediatas consecuencias de los
atentados criminales de esa fecha fue la activación de las corrientes
autoritarias e incluso totalitarias que permanecían más o
menos aletargadas en el poder público y en la sociedad estadunidenses.
Antes que la ofensiva bélica sobre el remoto régimen talibán,
Washington replicó con una ofensiva política, mediática
y legal contra las garantías individuales y los derechos humanos.
En las últimas diez semanas, centenares de personas
han sido arrestadas y retenidas con base en su aspecto o en simples sospechas,
sin ser sometidas a juicio, sin que se les permita llamar a su abogado
y, en el caso de los extranjeros, a sus respectivos consulados. Unos días
después de la tragedia, el Capitolio otorgó al gobierno de
Bush poderes de emergencia para intervenir llamadas telefónicas
y correspondencia electrónica, allanar moradas y practicar arrestos
a discreción.
La semana pasada, el poder público de Estados Unidos
fue más allá y decretó la validez de someter a tribunales
militares a extranjeros sospechosos de terrorismo. La medida es doblemente
infame: por un lado, constituye una grave violación a los derechos
humanos de los civiles --toda vez que no existe una guerra formalmente
declarada ni un estado de emergencia que justifique las cortes castrenses--,
y por el otro, es odiosamente discriminatoria para con los extranjeros.
La paradoja del caso es que el atentado terrorista más grave que
se haya esclarecido hasta ahora en Estados Unidos fue perpetrado por Thimoty
McVeigh, un estadunidense típico, héroe de guerra del ejército
de su país, juzgado y recientemente ejecutado por determinación
de un tribunal civil.
Más grave aun, mientras el gobierno mantiene su
ofensiva contra la plena vigencia de los derechos humanos, los medios empiezan
a relativizar la prohibición moral absoluta sobre la tortura y a
plantear que semejante atrocidad puede ser un método válido
de investigación policial. Pero la sociedad estadunidense parece
no darse cuenta de que los designios autoritarios de Bush y las corrientes
internas de pensamiento bárbaro --como las que proponen recurrir
al apremio físico para ubicar presuntos terroristas-- hacen mucho
más daño a la vida política y cívica de Estados
Unidos que las organizaciones extranjeras oficialmente catalogadas como
terroristas.
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