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martes Ť 11 Ť
diciembre Ť 2001
Luis Hernández Navarro
El bonapartismo chiapaneco
Hace apenas un año, en medio de una cerrada ovación,
el nuevo gobernador de Chiapas, Pablo Salazar Mendiguchía, formuló
dos peticiones concretas al presidente Fox: la primera, que Pemex y la
Comisión Federal de Electricidad (CFE) saldaran la deuda que tienen
con los chiapanecos; la segunda, que el Ejecutivo federal girara instrucciones
para realizar auditorías a todos los fondos federales que se han
enviado a Chiapas en los últimos años, pues "queremos saber
dónde se encuentran esos recursos".
Este 8 de diciembre, Salazar dio su primer informe de
gobierno. A doce meses de distancia ninguna de las dos peticiones ha sido
resuelta. Con la CFE se instaló una mesa de negociación,
mientras Pemex, aduciendo razones presupuestales, ha reducido las aportaciones
que daba a ese estado. Los resultados de las auditorías -si es que
se han practicado- son un enigma. Lo cierto es que un año después
de que dejara el cargo de gobernador interino, Roberto Albores Guillén
sigue libre, como también -salvo el ex procurador Eduardo Montoya-
la mayoría de sus más importantes colaboradores. Albores
ha perdido fuerza e influencia en Chiapas, pero ninguno de sus crímenes,
arbitrariedades y abusos de poder han sido sancionados. La nueva administración
chiapaneca no ha querido o no ha podido hacer justicia.
Otros importantes grupos de poder dentro del estado, como
el de Patrocinio González Garrido -uno de los más represivos
gobernadores de la entidad y secretario de Gobernación con Salinas-,
no sólo no han sido sancionados, sino que fueron premiados con importantes
cargos dentro del gobierno de Salazar.
El nuevo gobernador nombró su gabinete prescindiendo
de la Alianza por Chiapas, la coalición de partidos que lo llevó
al poder. Prefirió recuperar antiguos funcionarios priístas
y sumarle algunos dirigentes surgidos del PRD del Distrito Federal, a personalidades
con una larga trayectoria de lucha democrática como Emilio Zebadúa
y Oscar Oliva, a líderes de organizaciones campesinas estatales
de larga tradición clientelar, y a cuadros medios de los antiguos
partidos de oposición. En suma, un equipo de gobierno en el que
conviven representantes de los viejos intereses con actores corporativos
y funcionarios comprometidos con el cambio, pero sin fuerzas reales que
los sostengan.
En su política cotidiana, Pablo Salazar ha privilegiado
el uso de los recursos de la administración pública por sobre
la movilización ciudadana. El impulso social que hizo posible su
triunfo electoral se desvaneció con rapidez sin que siquiera se
planteara darle una expresión organizativa estable. La alianza de
partidos que lo llevó al triunfo se desbarató sin que moviera
un dedo para evitarlo. Su mano se encuentra detrás de la división
del PRI en la entidad, ganador en las últimas elecciones de 21 diputaciones
de mayoría relativa de 24 circunscripciones, y de 72 de las 118
presidencias municipales en juego. En una disputa que tiene como punto
de origen el conflicto con Albores Guillén, pero que la ha rebasado
ampliamente, se ha enfrentado y doblegado al Congreso estatal y al Poder
Judicial.
La alianza o el entendimiento que ha hecho con varios
de los grupos de poder local ha provocado que en muchas comunidades rurales
su gobierno se vea con enorme escepticismo. La lista de las inconformidades
es larga. El mandatario estatal apoyó públicamente el Plan
Puebla-Panamá. Socama, la organización campesino-magisterial
en la que se incubaron grupos paramilitares como Paz y Justicia, y que
desde hace mucho tiempo ha estado a las órdenes del mejor postor,
se ha convertido en una expresión muy cercana al gobernador dentro
del PRI. Una buena cantidad de líderes campesinos que despachan
como funcionarios públicos han reproducido en su gestión
las peores tradiciones clientelares.
Según el Centro Fray Bartolomé de las Casas,
durante su primer año de gobierno se documentaron 45 casos de violación
a los derechos humanos. Su decisión -en alianza con sectores de
la diócesis de San Cristóbal- de emprender unilateralmente
acciones de reconciliación sin resolver de fondo las condiciones
que provocaron los conflictos, han creado una situación muy riesgosa
en varias localidades. Sin menosprecio de sus realizaciones y avances,
todos estos elementos permiten caracterizar la administración de
Pablo Salazar como un gobierno bonapartista.
Usualmente se entiende por bonapartismo la personalización
del poder y el predominio de elementos carismáticos que concentran
la legitimidad del poder del Estado en la personalidad del jefe. En él
la autonomía del Estado aparece de tal manera que las clases dominantes
parecen renunciar a su poder político, y el Estado puede sustituir
o contraponerse a los partidos políticos. Como fuerza del Poder
Ejecutivo que se ha vuelto independiente, se presenta ante las clases dominantes
como árbitro neutral, como paladín del orden.
Como sucede a todo gobierno bonapartista, tarde o temprano
el de Salazar deberá tomar una decisión: o camina con los
intereses establecidos o apoya las demandas populares. No podrá
mantener indefinidamente el juego de equilibrios que a lo largo de este
año ha puesto en práctica.
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