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Atilio A. Boron
Réquiem para el neoliberalismo
El final sangriento y bochornoso del gobierno de Fernando
de la Rúa tiene un significado que lo trasciende ampliamente. Su
violento desalojo de la Casa Rosada simboliza con elocuencia el fin del
ciclo marcado por la hegemonía del neoliberalismo en la vida pública
argentina. Esta prolongada etapa se extendió por algo más
de un cuarto de siglo, desde las postrimerías del gobierno de Isabel
Perón hasta nuestros días. El principal ideólogo del
proyecto que hiciera posible el ascenso del capital especulativo al puesto
de comando de la economía fue el superministro de la dictadura militar,
José A. Martínez de Hoz; su tenaz continuador a lo largo
de casi dos décadas -y bajo tres distintos gobiernos- fue Domingo
Cavallo.
La
abrupta clausura de este ciclo deja un saldo inolvidable: estancamiento
y recesión económicas apenas interrumpidas por breves periodos
de artificial dinamismo, aumento fenomenal de la deuda pública,
creciente vulnerabilidad externa, crecimiento exponencial de la pobreza,
el desempleo y la desigualdad social, crisis de las economías regionales,
destrucción del tejido social y auge sin par de la delincuencia
y la inseguridad ciudadanas, todo ello asentado sobre una feroz ofensiva
en contra del estado democrático y el espacio público que
dejaron a la sociedad a merced de los impulsos antropofágicos de
los amos del mercado.
Tal como se señaló en innumerables oportunidades,
esta fórmula no sólo era incapaz de producir crecimiento
económico y bienestar social sino que, además, corroía
hasta sus cimientos los fundamentos mismos de la convivencia civilizada
y la vida democrática. El gobierno nacional, fiel a su excluyente
obsesión por "llevar tranquilidad a los mercados", no percibió
que la sociedad estaba marcando cada vez con más fuerza los límites
de esta política. Envió un primer mensaje en las elecciones
del 14 de octubre, y fue desoída. Varios paros nacionales corrieron
la misma suerte, al igual que las reiteradas protestas de los piqueteros.
La consulta popular del Frenapo, cuando casi 3 millones de personas votaron
por un programa económico alternativo, también fue ignorada.
Pero los saqueos populares y la gigantesca movilización del jueves
en la madrugada le dieron el golpe de gracia que puso fin a una época
y abrió las puertas a otra, de naturaleza incierta pero que, en
cualquier caso, nunca habrá de ser igual a la precedente.
¿Será un ejercicio prematuro decretar las
exequias del neoliberalismo? No parece, habida cuenta de los cambios muy
significativos ocurridos en la escena política. No se trata tan
sólo de constatar la dolorosa agonía del bipartidismo peronista-radical,
responsable principal de la decadencia argentina, ni mucho menos del desprestigio
incurable del Congreso Nacional. No. Los cambios ocurrieron de manera traumática
en la conciencia social y de ellos se desprenden dos consecuencias de gran
importancia. En primer lugar, la sensación de que en el momento
en que la sociedad civil se moviliza adquiere una irresistible "potencia
constituyente" capaz de hacer saltar por los aires a cualquier gobierno
con mucha más contundencia que el más rotundo resultado electoral.
Segundo, la convicción de que se acabó la impunidad para
los gobernantes.
Si con el juicio a las juntas militares aquella quedó
clausurada para las fuerzas armadas, con el juicio sumario emergente de
las movilizaciones populares la época en que los contratos electorales
se rom-pían burlonamente y sin costo ante una ciudadanía
desmovilizada y apática ha quedado en el pasado. Antes se podía
prometer el salariazo y aplicar la receta del Consenso de Washington,
u ofrecer un cambio de rumbo en relación a la política económica
del menemismo para luego incurrir en el más obsceno ultramenemismo.
La defraudación poselectoral casi no tenía costos para el
gobernante. Después de lo acontecido en estos días una nueva
estafa como esas puede originar un brote de indignación popular
que no se detenga respetuoso ante las puertas de la Casa Rosada o las residencias
de los ministros, sino que alimente el deseo de dar un castigo ejemplar
a los responsables de la nueva frustración. Y si ese llegara a ser
el caso no alcanzarían todos los batallones policiales para contener
a una ciudadanía empujada por la desesperación a resolver
por medio de la acción directa lo que las instituciones son incapaces
de procesar.
En síntesis, más vale que los sucesores
del fracasado proyecto aliancista vayan poniendo las barbas en remojo si
es que tienen la malhadada idea de convocar a algún talibán
del mercado, de esos que abundan en el CEMA o en FIEL, a resolver la crisis
económica de Argentina. En tal caso, les convendría recordar
la forma en que, bajo circunstancias similares, se produjo la salida del
gobierno de Benito Mussolini o Nicolás Ceacescu.
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