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¤ Fue gobernador de Buenos Aires durante la época
de las ejecuciones sumarias
Vinculado al narco, Duhalde formó parte
del Estado delincuencial que colapsó a Argentina
¤ Servil a la oligarquía parasitaria y pieza clave
en el proceso de desindustrialización, el hoy presidente ha hecho
del usufructo del poder y la impunidad una forma de vida
CARLOS FAZIO
Decía el empresario Alfredo Yabrán que "el
poder es tener impunidad. Ser poderoso es ser impune, un hombre al que
no le llega nada". Yabrán perteneció a una de las mafias
cleptocráticas menemistas, hasta que una vendetta acabó
presuntamente con sus días. Oficialmente su suicidó, pero
en vida fue uno de los prototipos del Estado delincuencial que dirigió
el tándem Menem-Cavallo en beneficio de la "patria financiera",
las compañías trasnacionales y los tiburones de la banca
acreedora del exterior.
Carlos Duhalde, el actual presidente argentino, forma
parte de esa misma trama oscura del poder. Hombre de las entrañas
del aparato partidario justicialista, fue vicepresidente de Menem y gobernador
de la provincia de Buenos Aires en la época de auge del "gatillo
fácil", como se conocen las ejecuciones sumarias de presuntos delincuentes
a manos de una patota policial provincial, formada por cuadros que participaron
en la represión durante la dictadura castrense y que heredó
de Herminio Iglesias una estructura de poder paralelo asentada sobre el
control de la prostitución y las drogas.
Se trata del mismo Duhalde que fue pieza clave en la estructuración
y consolidación del andamiaje del Estado neoligárquico menemista,
que hoy tiene "quebrada" a Argentina. La memoria colectiva no olvida que,
gracias a su funcionalidad en la hora de la oligarquización del
poder -cuando el país fue erigido por los organismos multilaterales
(FMI, Banco Mundial, BID) como el ejemplo modélico de las reformas
monetaristas que acabaron con la clase media-, Duhalde emergió otrora
como el delfín y "sucesor natural" del mandatario que iba a hacer
ingresar a todos los argentinos al primer mundo.
Tráfico ilícito y sobornos
Como
Menem y el defenestrado Domingo Cavallo ?ortodoxo seguidor de la escuela
de Chicago y cerebro de la convertibilidad?, Duhalde también sirvió
a una oligarquía parasitaria y rentista, a un poder conservador
cuyos operadores políticos llevaron a la desindustrialización
del país, al tiempo que mediante tráficos ilícitos,
sobornos millonarios y subsidios al gran capital generaron una gran concentración
de la riqueza. Duhalde fue una pieza dúctil del Estado corruptor
y neodarwinista en lo social, cuyas exacerbadas aristas excluyentes y depredadoras
generaron una suerte de "emigración hacia la ilegalidad" (Adriana
Rossi) y terminaron por desencadenar una guerra de todos contra todos,
con fines de sobrevivencia, que ha venido manifestándose de distintas
formas en varias latitudes del territorio argentino.
No hay que olvidar que Duhalde fue un engranaje importante
del proyecto estratégico neoliberal, que primero fue impuesto a
sangre y fuego por los militares y que se consolidó después
con el más puro continuismo neoliberal durante el menemismo, con
sus políticas de ajuste estructural, convertibilidad, privatizaciones,
mercado desregulado, "flexibilidad" laboral, el Estado mínimo, la
antipolítica (o la privatización de los partidos, la política
y los políticos) y las "relaciones carnales" con Estados Unidos,
la singular fórmula acuñada por el recién fallecido
ex canciller Guido di Tella.
En la Argentina menemista ser pobre quedó criminalizado:
pobre=delincuente. Se orilló a los excluidos a vivir en un horizonte
colapsado de violencia. Surgió así una sociedad dominada
por contravalores, donde lo humano desapareció bajo las cifras macroeconómicas,
mientras la corrupción se erigía en sistema. Ese es el modelo
del cual, por fin presidente, Duhalde dice renegar. Por otra parte, se
trata de una violencia de masas que ahora enoja y/o asusta al "argentimedio"
que "protesta contra los que protestan contra un modelo que fatalmente
habrá de devorarlo" (José Pablo Feimann) y en cuyo seno,
cabe agregar, existen muchos que aún perciben oportunidades de supervivencia
en el marco de la ilegalidad.
Poder es tener impunidad, decía Yabrán.
Y, efectivamente, en medio de un clima de gran impunidad, en la Argentina
de los años noventa existió una línea directa entre
el crimen organizado y las funciones del Estado, mediante la cual personajes
siniestros de la dictadura militar (como el Cavallo que está preso
en México), hombres de negocios y de las finanzas, delincuentes
comunes, traficantes de drogas y armas, terroristas ultraderechistas, funcionarios
públicos, policías, magistrados y representantes de un poder
democráticamente legitimado quedaron relacionados en un connubio
de intereses ocultos.
Tras el colapso del radical Fernando de la Rúa
y de la guerra mafiosa por cuotas de poder entre los clanes justicialistas,
Carlos Duhalde emerge como prototipo del capitalismo amiguista y cleptocrático.
No hay que engañarse. Más allá de su retórica
florida y los fuegos de artificio, este conservador pragmático de
renovado discurso populista integra la oligarquía dirigencial que
en la era del neoliberalismo ha hecho del usufructo del poder y la impunidad
una forma de vida.
Llega al poder mediante un acuerdo cupular, de espaldas
al pueblo
Señalado por sus vínculos con el narcotráfico
y por haber manipulado la investigación por el asesinato del periodista
José Luis Cabezas en 1997, el acceso de Duhalde a la Casa Rosada
es producto de un nuevo pacto cupular, a espaldas del pueblo que demandaba
elecciones. Su nominación ha sido definida como una cruzada para
salvar a la deslegitimada clase política argentina. Pero forma parte
del proyecto político de exclusión neoligárquico que
está siendo acosado por las masas en las calles y que en 10 días
acabó con cuatro presidentes.
Para algunos observadores, Duhalde es la faz oculta de
Carlos Menem, el mismo callejón ciego que derivó en la profunda
crisis de la Argentina actual.
Es verdad, como dice Martín Granovsky, que el "dato
nuevo" es que en Argentina el Estado volvió a matar. Treinta y dos
muertos, siete de ellos masacrados en Plaza de Mayo y tres chicos asesinados
por el "gatillo fácil" de un policía retirado en el barrio
de Floresta. Lo que no es nuevo es el estilo. Otro elemento que ha vuelto
a aflorar en la coyuntura es el fantasma de una reversión autoritaria.
Ante el empuje de "la Argentina plebeya" que ha dicho
basta (Raúl Zibechi) y la violencia caótica de los piqueteros,
los informales, los desocupados y los jóvenes excluidos del sistema,
algunas versiones alertan sobre una eventual bordaberrización o
fujimorización del nuevo régimen justicialista, incluida
la posibilidad de un retorno al isabelismo, donde los peronistas pudieran
resolver de nuevo sus diferencias a tiros, lo que podría derivar
en una salida golpista, de tipo militar, como en 1976.
Pero no hay que alarmarse. Es cierto que está emergiendo
un nuevo sujeto social que territorializa la protesta y recupera el espacio
público, incorporando en sus formas de lucha aspectos del zapatismo,
del movimiento indígena andino, de los sin tierra brasileños
y de quienes se han venido oponiendo al modelo de exclusión de Seattle
a Génova. Pero el movimiento recién comienza, carece de organización
y expresa a un conglomerado con distintos intereses. También es
cierto que la poblada o el argentinazo, con la acción directa
de los sin partido, los cortes de ruta y los cacerolazos de la clase
media pauperizada, tiraron a De la Rúa y no dejaron gobernar a Rodríguez
Saá. Como dice James Petras, el argentinazo es un poderoso
ejemplo del poder de la acción directa de masas. Pero para extender
y profundizar los cambios iniciales, los activistas del 20 de diciembre
deben organizarse para avanzar más allá de las promesas de
Duhalde y crear un gobierno alternativo de poder popular.
Por ahora una salida golpista, incluso un fujimorazo,
parecen distantes. Los militares argentinos han guardado un prudente silencio;
están debilitados y sumidos en contradicciones. Eso es bueno. No
obstante, lo malo es que quienes realmente mandan en Argentina han dejado
intacta la estructura contrainsurgente militarizada del pasado, con eje
en la Prefectura Naval, la Gendarmería (que de guardafronteras ha
derivado en un componente clave para el control de población interno)
y la Policía Federal, que cuenta con una guardia de infantería
y un aparato de inteligencia militar intacto en cada barrio.
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