032n1con MAR DE HISTORIAS XELA CRISTINA PACHECO El locutor hizo una reflexión acerca del concierto recién concluido. De inmediato y sin variar de tono aclaró que con esa emisión de Música en la noche la radiodifusora llegaba al final de sus transmisiones. Al cabo de una pausa, la voz discreta que yo había oído durante muchos años adquirió un matiz inesperadamente optimista: "Al tiempo que nos despedimos de las ondas hertzianas nos incorporamos al ciberespacio para mejor servir a usted". Sobre la última palabra entró la rúbrica tradicional y después nada. Me acerqué al radio con la vana esperanza de que fuese momentáneo el silencio que ahuecaba y oscurecía aún más la noche. El milagro anhelado no ocurrió, pero seguí mirando el cuadrante. La lucecita que señalaba la frecuencia muerta me provocó una serie de visiones aisladas: una calle estrecha y oscura, una mujer de rojo en actitud de espera, un cuarto de techos altos oloroso a fruta, iluminado por un foco desnudo. Aquellas imágenes, como fragmentos de una fotografía rota, adquirieron sentido cuando la luz en el cuadrante iluminó la memoria de una etapa muy lejana de mi vida. II Era invierno. Vivíamos en una bodega de techos muy altos y piso de cemento. Los muebles desiguales compensaban sus mutilaciones apoyándose contra las paredes. De un lado a otro de la habitación pendían cables eléctricos inservibles a los que mi madre convirtió en tendederos de ropa, racimos de plátanos y tasajos de carne. A causa de un accidente que le inmovilizó el brazo izquierdo, mi padre estaba alejado de su trabajo de machetero. Para compensarlo, su patrón le permitió vivir con nosotros en una de sus bodegas a cambio de cuidársela y de jurarle que la dejaríamos cuando nos lo indicara. Supongo que a mi madre le resultó difícil someterse a tan mínimo espacio. Sin embargo, la recuerdo feliz porque mi padre estaba con nosotros. Para mis tres hermanos y para mí la experiencia resultó divertida y relajante. No teníamos las fastidiosas obligaciones de otro tiempo: barrer la azotehuela o pulir los vidrios de las ventanas. La bodega carecía hasta de ventiladeros. Estábamos como empacados en una enorme caja, listos para un viaje que no sabíamos cuándo íbamos a emprender ni adónde nos llevaría. A lo largo de su convalecencia mi padre descubrió la vida doméstica. La amenizaba contándonos sus aventuras de viajes. Todos lo oíamos fascinados, excepto mi madre. Después comprendí el motivo: en el fondo de aquellos relatos adivinaba el ansia de su marido por regresar a la rutina de antes. El mismo día en que el médico lo dio de alta mi padre fue a ver a sus antiguos compañeros de trabajo. Estuvieron de acuerdo en que, mientras se recuperaba del todo, los ayudara a montar sus cargas de frutas a cambio de una módica paga. Cuando volvió a la casa para informarnos de la buena noticia mi madre no lo celebró. Riñeron. El le recordó que no se había casado con un millonario y que de algo teníamos que vivir. Ella le dijo que sólo a nosotros podía engañarnos: "Acabarás por irte de viaje otra vez". Mi padre lo negó, pero no fue suficiente. Logró tranquilizar a mi madre con la promesa de que juraría ante la Virgen de Guadalupe que iba a permanecer con nosotros por lo menos hasta que recuperara el movimiento normal de su brazo. No cumplió su promesa, pero a partir de aquel momento, siempre que caía en la tentación de referirse a ciertas aventuras de viaje se las atribuía a sus compañeros. Mi madre fingió creerle y para retenerlo buscó la protección del Santo de las Causas Perdidas. Cada día 28 mis hermanos y yo la acompañábamos a San Hipólito. Aburridos, mareados por el olor de las flores y la cera, la veíamos colgar en la túnica de su sagrado cómplice los bracitos de metal que adquiría a las puertas del templo. Compraba nuestro silencio obsequiándonos alguna golosina. Un viernes, de regreso a la bodega, pasamos frente a una tienda de artículos eléctricos. En el aparador, sobre un despliegue de radios, había un llamativo letrero luminoso: "Usted podrá viajar con la imaginación con sólo girar un botón". Junto a cada modelo, escritas en cartulinas de colores, estaban las cifras mágicas: enganches, descuentos, abonos. Al siguiente mes acudimos a San Hipólito. Mi madre no compró el milagrito de plata, pero se quedó más tiempo del habitual rezando y golpeándose el pecho. A la salida adquirió una imagen de su santo protector con la intención de levantarle un altar junto a su cama. Durante la caminata de regreso a la bodega mis hermanos y yo íbamos desconcertados, pero sobre todo molestos porque mi mamá ni siquiera nos había ofrecido disculpas por no comprarnos una golosina. Ella fingía no advertir nuestro desencanto y caminaba de prisa. Su urgencia desapareció cuando estuvimos frente a la tienda de artículos eléctricos. Aún recuerdo su expresión dichosa cuando se detuvo y nos dijo: "Les tengo una sorpresa, vengan". Giró y la seguimos hacia el interior del establecimiento. III Rectangular, de madera casi negra, el radio tenía los botones brillantes y en el ángulo derecho un perrito junto a una bocina antigua. Cuando mi padre lo vio sobre la mesa quedó sin habla. Mi mamá se limpió las manos en el delantal pero no se atrevió a tocar el aparato: "Suena muy bien. Se oyen novelas, música y todo". Agregó de prisa: "Lo compré en abonos. Los pagaré con lo que ahorremos en dulces y otras cosas. Los niños estuvieron de acuerdo ¿no es cierto?" El radio se convirtió en el objeto más importante de la casa. En su derredor se plantearon nuevas reglas para todos. Quedó prohibido que mis hermanos o yo lo encendiéramos sin permiso o con las manos sucias; mi madre podía escuchar las novelas o los concursos de aficionados hasta el momento en que mi padre regresara a casa. A partir de esa hora y hasta las 11 de la noche, el control de los botones era de su exclusividad. Las voces y la música nos rodearon con un cerco mágico que suavizó nuestra realidad y llevó el mundo entero a nuestra bodega. Lo único malo fue que mi padre no volvió a contarnos sus aventuras de viajes. Pasaba horas en silencio, girando el botón que le permitía pasar de un programa deportivo a otro cómico. Al fin, por accidente, una noche descubrió "La Estación de la Buena Música". Al principio odiábamos los conciertos y todavía más las funciones de ópera. Sin embargo, poco a poco fuimos habituándonos a oírlos y acabamos por encontrar el placer y la magia de una música que de otro modo nunca hubiéramos conocido. Un domingo, arrobado por lo que escuchaba, mi papá se puso de pie y agitó los brazos como si fuera el director de la orquesta que interpretaba un concierto de Mozart. A mi madre se le cayó su costura. Grité feliz: "Miren: ya está bien. Es un milagro". Quince días después reanudó sus viajes. IV La noche antes de irse, mi padre intentó suavizar su partida haciéndonos ver que, reintegrado a su trabajo, pronto estaría en condiciones de alquilarnos otra vez una casita; nos pidió que cuando oyéramos el radio nos acordáramos de él y obedeciéramos a mamá en todo. Ella, vestida de rojo, permaneció en la puerta de la bodega mucho tiempo después de que mi padre había desaparecido de la calle estrecha y oscura. Cuando al fin entró en el cuarto, primero retiró del altar la imagen de San Hipólito y después encendió el radio. Aún estaba sintonizado en la frecuencia predilecta de mi padre. De un manotazo, mamá desconectó el aparato y ya sólo escuchamos sus gemidos. Volví a oírlos, desgarradores, la noche en que "La Estación de la Buena Música" dio por terminado su mágico paseo por las ondas hertzianas para alejarse rumbo al nunca jamás. |