03aa2cul Carlos Bonfil La excepción francesa El año pasado habrá sido para el cine francés el año de la divina sorpresa. Una producción que rebasó los 200 largometrajes, una frecuentación en aumento del 11 por ciento respecto del año anterior, un total de casi 190 millones de espectadores. En el terreno de la exhibición, el cine galo se asegura así una muy respetable proporción de 40 por ciento frente al producto hollywoodense, una exitosa resistencia a los embates del blockbuster y del star system estadunidenses. Por un éxito de Tom Cruise hay paralelamente nueve millones de espectadores en Francia (ocho en el extranjero) para la comedia romántica El fabuloso destino de Amélie Poulain, de Jean Pierre Jeunet, título premonitorio del estado actual de una industria eufóricamente optimista. El modelo francés de estímulo a la producción fílmica -adelantos sobre ingresos en taquilla, participación activa de cadenas televisivas, estímulos fiscales, proporción del precio del boleto destinada al financiamiento de películas nuevas--, en suma, la fórmula comúnmente llamada "excepción francesa", es un modelo exitoso que aún debe enfrentar fuertes desafíos. Uno de ellos, la garantía de su rentabilidad a mediano plazo en un mercado crecientemente globalizado; otro, más azaroso, su viabilidad y permanencia en una Europa económicamente más integrada, pero con desniveles muy marcados en el terreno de las ofertas culturales. Mientras en Francia brilla exitosamente la manera artística de los veteranos Jacques Rivette (su espléndido largometraje Va savoir), Eric Rohmer (su relectura de la revolución francesa en La inglesa y el duque), Raoul Ruiz o Manoel de Oliveira, otras cinematografías, la italiana y la alemana, por ejemplo, no consiguen proponer obras muy sólidas, con la excepción tal vez de un Nanni Moretti (La recamara del hijo) o de trabajos independientes alemanes, insuficientemente distribuidos. La eficacia de la fórmula francesa es evidente. El cine llamado de autor conoce hoy una de sus mejores épocas. Jacques Audiard, director de Un héroe muy discreto, refrenda su talento en Sobre mis labios, historia del poder corruptor de la pasión amorosa que vive una mujer sorda a lado de un ex presidiario que transforma su existencia anodina. En otra cinta notable, La utilización del tiempo, Laurent Cantet (Recursos humanos) propone una mirada fascinante a la mentira como estrategia de supervivencia de un desempleado, y punto de partida de su incontenible desequilibrio mental. Con acentos apenas menos dramáticos, Betty Fisher y otras historias reúne varias narraciones, todas ellas convergentes, en torno a la muerte de un niño y su remplazo por otro mediante un secuestro. Fábula desconcertante sobre el instinto maternal, y sus debilidades y excesos, con el oficio cada vez más seguro de su realizador, Claude Miller. Considérense también las audacias formales de Elogio del amor, de Jean Luc Godard, el vigor estilístico del nuevo niño prodigio del cine galo, Francois Ozon (Bajo la arena), los riesgos de Benoit Jacquot en su adaptación de la ópera Tosca, o el impulso a coproducciones que son paralelamente apoyos a autores importantes: al taiwanés Tsai Ming Liang, (¿Qué hora es allá?), al egipcio Youssef Chahine (Filmación... Silencio!, hilarante mezcla de sátira política y comedia musical situada en El Cairo), o al chileno Patricio Guzmán para su investigación exhaustiva, El caso Pinochet. Estas cintas tienen hoy una recepción y una solución de continuidad en parte garantizada por fórmulas originales de apoyo institucional, y también por la emergencia de un público que en Francia no contempla ya al cine hollywoodense como primera opción de entretenimiento. Esta rápida muestra de una actividad fílmica ambiciosa y estimulante arroja dos evidencias: una lección de resistencia a la globalización del box office y al mismo tiempo una defensa de la especificidad cultural (el éxito de Amélie Poulain no margina en absoluto a una cinta de Jacques Rivette, antes bien le proporciona un clima de exhibición favorable), y por otro lado las absurdas dificultades para ver hoy en México la casi totalidad de las cintas mencionadas, y esto a pesar del innegable impulso que ha tenido aquí el cine francés en los últimos años. ¿Qué sucede entonces? Subsiste al parecer un divorcio entre el llamado público popular y los cinéfilos que atrapan las cintas francesas de calidad en su meteórico paso por la cartelera. Problemas de distribución: desconfianza, reticencias, convicción de que el público masivo no apreciará cierto cine (en realidad el más interesante), incapacidad para crear las condiciones que permitan una recepción más amplia y sostenida. El prejuicio es tenaz: cine francés: producto de lujo, frivolidad elitista. Una prueba decisiva en el horizonte inmediato será sin duda el estreno de El fabuloso destino de Amélie Poulain, fenómeno de taquilla. ¿Será esta cinta el caballo de Troya para una selección más exigente e imaginativa del cine francés que se proyecta en México? ¿Para terminar con el ninguneo de nuestros espectadores? Habrá que esperarlo. El cine francés bien puede hoy contagiar su optimismo.
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