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Angel Guerra Cabrera
Cachemira
Una cuarta guerra entre India y Pa-kistán, cuya probabilidad au-menta por días, podría librarse con armas nucleares. No tanto porque ambos estados las posean ni porque sea su voluntad hacerlo sino porque la inferioridad de Pakistán respecto a India en un eventual conflicto convencional casi lo condena de antemano a utilizar aquéllas.
La disputa es principalmente por Cachemira, de gran valor estratégico por su ubicación en el Himalaya, pero también simbólico, acentuado por el reciente ataque terrorista al Parlamento indio, que achaca su autoría a Pakistán. Cachemira es para India prueba de su "unidad en la diversidad" al tratarse del único Estado de mayoría musulmana en su territorio; perderlo podría crear un mal precedente frente al separatismo en otras regiones. Para Pakistán representa lo que considera una parte de él en manos de su archienemigo, una herida abierta que sólo sanaría con la anexión de Cachemira. Más allá de la religión islámica el reclamo por Cachemira es probablemente el único punto que cuenta con un consenso casi unánime en la opinión pública paquistaní, dividida por hondas diferencias étnicas y culturales. Por ello el tema es más difícil de manejar para Islamabad que para Nueva Delhi en términos de política interna. El régimen militar de Pervez Musharraf ha podido compensar en parte la impopularidad de su apoyo a la agresión estadunidense a Afganistán al mantener el respaldo al separatismo de Cachemira. Islamabad está también presionado por sus sectores extremistas ante la pérdida de su influencia en Afganistán con la derrota del régimen talibán y la asunción de un gobierno con fuerzas apoyadas por India.
Nueva Delhi ha utilizado la coyuntura de la "cruzada" estadunidense contra el terrorismo para llamar la atención internacional sobre el apoyo de Islamabad a los separatistas y para exigir de éste que le ponga fin. Es incongruente que Pakistán sea socio privilegiado de la coalición antiterrorista internacional y que al mismo tiempo envíe activistas, entrenados hasta hace poco por Al Qaeda en Afganistán, a poner bombas en instalaciones y lugares públicos de Cachemira.
Sin embargo, a Nueva Delhi, el más fuerte de los dos contendientes, es al que corresponde adoptar una postura más paciente y generosa. De su parte se perciben actitudes que rebasan la legítima defensa de la integridad territorial para caer en el nacionalismo estrecho y el odio antimusulmán, ideología presente en el actual partido gobernante, heredero ideológico de la corriente ultranacionalista que gestó el asesinato de Mahatma Gandhi, quien fue asesinado cuando trabajaba por resolver las diferencias religiosas en India y buscaba una relación amistosa con Pa-kistán, recién separado entonces de la parte india del subcontinente luego de la partición del virreinato británico.
Si India empuja al régimen de Musharraf a un callejón sin salida, puede provocar un golpe de Estado de los sectores militares más extremistas contra éste -con los que sería mucho más difícil entenderse- y meter la disputa actual en una espiral incontrolable que conduzca directamente a la guerra.
Al margen de la censurable injerencia de Pakistán en Cachemira, en ese estado de la India existe un fuerte movimiento separatista autóctono, asunto que no puede tener otra solución satisfactoria que una consulta democrática en la que su población pueda autodeterminarse.
Existe una resolución de la ONU en ese sentido y es en el marco del organismo internacional -y no mediante el azaroso juego diplomático con Estados Unidos y sus socios, como Gran Bretaña e Israel- donde cabría encaminar la salida hacia una solución política del diferendo sobre Cachemira y a una paz justa y duradera entre los dos grandes países del subcontinente indostánico. Así podrían dedicar el faraónico gasto de sus programas nucleares a abatir la pobreza y el analfabetismo que sufre al menos la mitad de sus respectivas poblaciones.
Al parecer prevalece la idea entre las principales potencias de la región y del mundo de tratar de evitar que estalle el conflicto bélico, dadas sus imprevisibles pero seguramente funestas consecuencias para todas. El problema está en que la arbitraria y brutal respuesta de Estados Unidos a los atentados terroristas del 11 de septiembre ha creado una atmósfera política internacional singularmente irracional y ha menoscabado el poco prestigio que le podía quedar al sistema de la Organización de Naciones Unidas.
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