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Olga Harmony
Como te guste
El personaje de Rosalinda en esta deliciosa comedia shakespereana nos lleva a preguntarnos -naturalmente que en términos modernos, porque es evidente que en la época isabelina el público entendía la convención- la manera en que ese actor joven que interpretaba a Rosalinda se fingía hombre que en algún momento se fingía mujer, en su juego con Orlando. Antes de ver esta nueva escenificación de Mauricio García Lozano, por algo que se me había dicho pensé que el talentoso director y algún actor joven habían aceptado el tremendo reto actoral. Pero sufrí una desilusión porque García Lozano apostó por el travestismo con su grupo de actores de la generación 1996-2000 formada en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM, que intercambian papeles mediante un signo muy exterior.
Me parece excelente el propósito de Teatro del Farfullero de ofrecer a los egresados de las diferentes escuelas de teatro (a éste ya se le había visto en su examen profesional, con el mismo director, en Geografía, o qué mirar las estrellas de Gerardo Mancebo del Castillo) un medio para su plena incorporación al teatro profesional. Pero a la vista de este espectáculo me surgen algunas dudas. La más seria consiste en la manera en que este tipo de montajes sirve en verdad para el progreso de los jóvenes -graciosos y disciplinados, pero todavía muy inexpertos- actores y actrices. Cualquiera de ellos representa al Duque desterrado mediante el expediente de echar el cuerpo para atrás y recoger los brazos, o es Celia-Aliena si se mete un dedo en la boca. Pueden ser el bufón si utilizan un gorro, que es también manga para los papeles femeninos del ingenioso vestuario diseñado por Jerildy Bosch; otros cambios requieren subir o bajar los pantalones -que utilizan indistintamente todos los participantes- y Orlando se identifica con la presea que le entregó Rosalinda. No existe para ninguno de ellos una posibilidad actoral para interpretar, realmente interpretar, un papel: la destreza corporal no es lo que hace a un actor.
Para este montaje, casi de rango escolar, el director contó con muchos apoyos. Utiliza una versión libre y en silvas de José Ramón Enríquez, que suprime personajes y escenas, incluso al hermano de Orlando, Oliverio, con lo que se hace que sea el melancólico y misántropo Jaques quien se enamore de Celia, sin que existan escenas previas a su declaración que lo justifiquen y se traicione la trayectoria del personaje. Tampoco se da lugar para la generosidad de Orlando al salvar al traicionero hermano de las garras de la leona y el subsecuente arrepentimiento de éste. Eso no importa en esta escenificación, porque de todas maneras, como ya se ha apuntado, no existe oportunidad para que los actores desarrollen a sus personajes, y el brío que el director imparte a la escena -con la ayuda de Juan Carlos Vives, a quien se acredita la coreografía, la expresión corporal y el diseño corporal (y yo que siempre pensé que este último era de algún dios, de un cirujano plástico o de la misma naturaleza)- hace que el auditorio, en su mayoría también muy joven, lo disfrute sin analizarlo. A ello contribuyen una inteligente escenografía de Jorge Ballina, la iluminación de Víctor Zapatero y muy principalmente la música -tocada en vivo por un cuarteto- de Horacio Uribe.
Se antojan excesivos apoyos para actores bisoños, máxime que se les programa para temporada los fines de semana en el teatro El Granero. Creo que a los jóvenes egresados de las escuelas deben dárseles todas las oportunidades para que desarrollen sus carreras, pero el término mismo de desarrollo nos indica un camino temporal que hay que recorrer para afinar las propias posibilidades. Situar a un grupo de muchachos, que apenas estrenan las armas del oficio, en el glamur de una costosa escenificación en un escenario importante y en los mejores días de la semana, puede no ser la mejor manera.