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Horacio Labastida
Aciertos y errores fiscales
Desde sus más simples modos de producción en el orto del Renacimiento hasta las actuales complejidades de la economía globalizada, el capitalismo es guiado por una lógica objetiva, bien expresada en la distribución de la riqueza social. Sin excepción alguna, el pequeño sector de utilidades recibe grandes proporciones del ingreso, y los demás sólo ven entre sus manos las reducidas partes con que sobreviven cotidianamente junto con el hambre y el abatimiento de su ánimo; y este esquema distributivo ha sido constante en la historia mercantil, industrial y financiera de la humanidad, porque está apuntalado en un sistema que engendra necesariamente desigualdad en la distribución de lo que produce toda la sociedad.
En los tiempos de la familia Médicis, gobernante de Florencia, los caudales provenían del intercambio de mercan-cías, compradas o encargadas a talleres de la época, obteniendo así pingües rendimientos en la Toscana que acunó, entre otros, a Dante, Maquiavelo y Miguel Angel. Y esta posesión de mercancías gestora de abundantes utilidades para los mercaderes renacentistas, minoritarios frente a poblaciones famélicas, mudaríase en las postrimerías del siglo XVII, luego de haber alcanzado la espléndida madurez del XVI, en la incontenible e innovadora revolución industrial inglesa, durante los tardíos decenios de la 17 centuria y en los arraques del siglo XVIII.
La aristocrática agricultura y el presuntuoso comercio se vieron en el trance irremediable de entregar el poder económico y político a los dueños de las máquinas que sirven para hacer máquinas y medios de consumo, casta ésta adinerada, instaladora de fábricas y contratante de trabajadores asalariados para elaborar artículos canjeables en moneda creadora de los innumerables satisfactores de las necesidades familiares. Así fue como el capitalismo industrial suplió al mercantil, purgó a la nobleza y halló pronto en la Riqueza de las naciones (1776), de Adam Smith, las categorías económico-ideológicas que lo alimentaron tanto en los siglos XIX y XX como en el actual XXI, adquiriendo ropaje de invencible sobre todo después del colapso soviético (1991) y de la adopción, en China, de lineamientos propios de las doctrinas del libre mercado.
Hay consenso entre intelectuales y gobernantes en definir el capitalismo como un sistema económico y político fundado en la propiedad privada y en la apropiación individual de los provechos, o bien como un sistema en el cual las personas son libres de poseer los medios de producción, aumentar las utilidades e invertir los recursos de acuerdo con las instancias de los precios. Y en función de estas ideas predominantes hasta el presente es fácil entender las causas de la simetría en la distribución del ingreso, puesto que si los dueños de los medios de producción los movilizan en sentido económico para maximizar sus ganancias, o sea obtener la parte del león al repartirse la riqueza, entonces es natural que acaudalen sus arcas en perjuicio de los que no son dueños de los medios de producción, amenguando en todo lo posible las remuneraciones que perciben a cambio del trabajo físico o intelectual que entregan al participar en las actividades productivas. Se trata de la gigantesca masa de trabajadores directos o indirectos que se mueve en torno al ampuloso señorío del dinero: y a propósito de esto cabe advertir de tal desajuste en el riego de los bienes económicos y culturales origina la pobreza que los gobiernos ofrecen aliviar con limosnas del gasto público.
Ahora bien, el Estado por la vía de tributos se toma una fracción de la riqueza social y arma, al efecto, los presupuestos de egresos y erogaciones, con las finalidades, afirma, de estimular el desarrollo común, revertir la injusta distribución del ingreso y garantizar el orden interno y la defensa de la nación, presentándose ante la sociedad civil como un equilibrador neutral de los diferentes intereses clasistas. Sin aludir a esta última tambaleante y dubitativa tesis, vale aseverar por ahora que las leyes fiscales sancionadas recientemente por el Congreso merecen aplausos en los capítulos que establecen impuestos directos a las elites perceptoras de ganancias descomunales, porque éstas son colectivamente las más obligadas a contribuir al gasto público, pero las mismas leyes son censurables en lo que toca al incremento de impuestos al consumo, ya que éstos disminuyen aún más la débil capacidad adquisitiva de sueldos y salarios, y también las que debilitan el patrimonio en las áreas educativas, de salud, seguridad y en la atención a niños, viejos y mujeres abandonados de la mano de Dios y de las preocupaciones del supremo gobierno, cuyo deber moral y político, lo proclamó así con énfasis el glorioso Belisario Domínguez ante el asesino Victoriano Huerta, es el bien de todos y no el hartazgo de pocos.
Belisario Domínguez dijo a los mexicanos que una política sin moral significa fomentar la barbarie y excluir la civilización. Por esto es necesario acentuar que las gigantescas partidas destinadas a cubrir los créditos bancarios que se ocultan en las operaciones del Fobaproa y el IPAB hieren la grandeza de México y avergüenzan el corazón de los ciudadanos. El sufrimiento de amplísimas capas de mexicanos empobrecidos, desempleados y desesperados tiene como origen los miles de millones de pesos que el presupuesto entregará a una elite condenada por la conciencia del país.