05aa1cul
Sergio Ramírez
El maestro de Tarca
Me parece que habrá sido en compañía
de Edwin Yllescas que entré por primera vez en alguna fecha de mayo
de 1960 al santuario de Pablo Antonio Cuadra en el diario La Prensa,
que alzaba su fachada mixta en la calle del Triunfo -chalet art decó
de familia acomodada por la esquina, y un cubo de celosías de concreto
en ángulo decreciente al lado-, adentro barullo de periodistas dando
portazos por los pasillos y el ronroneo de los aparatos de aire acondicionado
trabajando a marcha forzada en la sala de redacción, una estrecha
vecindad de reporteros de nota roja, periodistas deportivos, cronistas
parlamentarios, codo con codo en los escritorios atiborrados de legajos,
y las máquinas Underwood tecleando incansables en contrapunto a
las máquinas de télex.
Pablo Antonio, sin pared que lo separara de nadie, vestido
siempre con una impecable guayabera de mangas largas, trabajaba con esmero
en un rincón cercano a la celosía de cemento por cuyos intersticios
subía el ruido infernal del tráfico y las voces de los vendedores
callejeros, al lado de su escritorio un diván capaz de acomodar
quizás a cuatro personas, donde iban recalando a lo largo del día
laboral toda clase de visitantes literarios, con lo que se daba una continua
tertulia en la que Pablo Antonio participaba sin dejar lo que estaba haciendo,
corrigiendo pruebas, tecleando con parsimonia en su máquina, marcando
textos con un lápiz de doble cabo, rojo y azul, tertulias a las
que se asomaba no pocas veces Pedro Joaquín Chamorro, y entonces
las voces comenzaban a subir de tono porque también se discutía
de política, hermana siamesa de la literatura en la Nicaragua de
los Somoza. Pero los más de los visitantes siempre llevaban algo
en la mano, un poema que publicar, un dibujo, un cuento para La Prensa
Literaria. Un libro, una revista.
Yo le llevaba a Pablo Antonio esa vez el primer número
de la revista Ventana que recién había aparecido en
León, y fue entonces que lo conocí, con lo que quedé,
al comienzo de lo que era mi carrera literaria, bajo dos magisterios que
no eran antagónicos, pero sí diferentes, el suyo, y el de
Mariano Fiallos Gil en la universidad en León, una suerte inmensa
para un principiante. Y a partir de entonces, cuando se abrieron los fuegos
cruzados entre el Frente Ventana y el grupo de la Generación Traicionada
que el propio Edwin Yllescas encabezaba, manifiestos y antimanifiestos,
los campos de batalla para aquel debate generacional fueron tanto nuestra
revista Ventana como la Prensa Literaria.
Como escritor principiante lo primero que aprendí
de Pablo Antonio fue el rigor. Cuando uno le llevaba un poema, o un cuento,
tenía que esperar por su severo juicio expresado en el hecho de
que ese poema o ese cuento fuera o no publicado en La Prensa Literaria.
Era una manera de formar escritores no haciéndoles concesiones,
como no las hizo en su antología de poesía joven de Nicaragua,
a la que dedicó un número completo de El Pez y la Serpiente,
la otra publicacion que dirigía y en la que las reglas selectivas
eran todavía más severas. La literatura era importante entre
nosotros y no llegábamos a aquel santuario como aficionados, sino
en busca de una devoción de toda la vida. Era, él mismo,
el personaje de Cantos de Cifar, el maestro de la isla de Tarca
en el Gran Lago de Nicaragua, que enseña los secretos del arte y
de la vida, juicioso y sabio como Quirón.
La autoridad de Pablo Antonio frente a mi generación,
la de los años sesenta, provenía no simplemente de que dirigiera
las publicaciones literarias más importantes del país, aunque
el merecimiento de aparecer en ellas fuera para nosotros de vida o muerte,
sino de que, ante nuestros ojos, era el poeta en singular, a quien yo admiraba,
sobre todo, desde la aparición de El jaguar y la luna, y
un poeta de magisterio, que expresaba en su propia obra la modernidad,
no sólo de la poesía nicaragüense, vista como un proceso
continuó, sino de nuestra cultura toda.
El gran legado de Pablo Antonio a esa cultura es precisamente
la búsqueda permanente de nuestra identidad en sus raíces
populares y en los elementos tan variados del mestizaje. A través
de la imaginería de sus poemas hizo trascender el término
vernáculo desde su páramo doméstico a una dimensión
universal. En ellos podemos leer lo nicaragüense lejos de cualquier
color local, bajo una luz artística que se vale por sí misma,
y se abre por sí misma sin separarse de esas hondas raíces
que están siempre bajando a lo profundo de la tierra solar.
Yo siempre me quedaré prefiriendo aquella poesía
de Pablo Antonio, que desde Cantos de Cifar y del Mar Dulce explora
toda una vena narrativa, e igual que el viejo Homero nos cuenta historias
que tienen que ver con nuestra geografía de lágrimas, con
nuestro pasado de montoneras y heroísmos olvidados, y con el acontecer
siempre sorprendente de la realidad. Un doble acierto, el de engarzar las
palabras como lo haría un orfebre, y el de conmover narrando con
precisión, sin desperdiciar nada de esas mismas palabras, perfección
en el lenguaje que ya venía desde El Jaguar y la luna.
Anoche, apenas supe la noticia de su muerte, repasé
los canales de televisión pensando que en todos habría imágenes
suyas, pero sólo en uno pasaban un viejo documental en el que, en
ocasión de presentar su exposición de tapices en el Teatro
Rubén Darío, leía un poema que yo no conocía.
Habla de sus dos pies, el derecho, que le sirvió para subir sin
tantos ánimos las gradas alfombradas de los palacios, y el izquierdo,
para bajar al pueblo, y a su dolor y su humildad. Como muchos de los suyos,
es un poema en el que nada sobra, y al oírlo hablar alternadamente
de sus dos pies, con oficios diferentes, uno no puede dejar de pensar en
las dos alas de un cormorán que vuela contra el viento sin perder
nunca el equilibrio. Y en esto consiste a fin de cuentas el arte, como
ya enseñaba a Rubén, en la armonía insondable de la
forma.
Llegué a su santuario de La Prensa, como
tantos de mi generación, a finales de la mitad del siglo XX, el
siglo nuestro que ya nunca volverá. Era un escritor que empezaba
y no sabía todavía cuándo habría de aprender
de su magisterio callado. Ahora, al hacer mis cuentas, las hallo crecidas.
Rigor, amor por la prefección, ser siempre implacable con uno mismo.
Son reglas simples y tan difíciles que un escritor que empieza nunca
debe despreciar, para su propio provecho.
Y sobre todo, el ejemplo de su trabajo de escritor por
encima de cualquier otra cosa, la poesía como la corona de la vida,
el desprecio por cualquier otro oficio aunque pudiera serle menos penoso
y más lucrativo. Con lo que también debemos reconocerlo,
a la hora de su muerte, como alguien que no vivió para los equívocos
oropeles de la gloria mundana.
La gloria, que siempre es tan diferente de lo que se piensa,
y que consiste, nada más, en que alguien recuerde de memoria, muchos
años después, una línea de un poema cualquiera de
un poeta hace tiempo vuelto al polvo, según la regla del viejo Ronsard.
Esa, no me cabe duda, será su gloria, la verdadera.
Managua, enero 2002.
www.sergioramirez.org.ni