Toros en Ecuador
Lumbrera Chico
Año tras año, cuando termina la cosecha en el otoño de la sierra ecuatoriana, los campesinos venden sus productos, el dinero aflora y llega el tiempo de agradecer a los dioses, a la vida, a la naturaleza, con una gran fiesta. En los pueblos de las alturas, nublados siempre por el vaho de la niebla que corona las cumbres, la gente coge hachas, serruchos, martillos y clavos, y se consagra a la tarea de levantar hermosas y provisionales plazas de toros, de arquitectura indígena, similares en tantos aspectos a la que Carlos Mendoza videograbó en Colima, o a la que esta página dio a conocer, el año pasado por estas fechas, en la yucateca población de Tizimín.
La diferencia entre esos cosos tradicionales de la provincia mexicana y los que son erigidos en Ecuador estriba en la naturaleza de las corridas que se celebran. En México son contratados matadores de cartel y ganado comodito y lucidor de las dehesas que están en el mercado. Salen, pues, toretes de tres años, hay picadores y banderilleros que los sangran y debilitan a llorar, para que después las "figuras" se luzcan muleteándolos, antes de despacharlos de un bajonazo providencial y cortar las orejas y a veces el rabo, cumpliendo, a fin de cuentas, con un ritual que no sabe de rigores ni exigencias.
Pero los "toros populares" en Ecuador son muy distintos. En primer lugar no hay empresa, tampoco tradición y mucho menos reglamento. Los mayordomos de los pueblos compran las reses a los criadores del rumbo y les dan suelta para que la gente del común, tal como se acostumbraba en el siglo XVIII en España, bajen al ruedo y les peguen trapazos con capotes y muletas en medio de la más absoluta anarquía general. Ebrios de alcohol desde luego, pero también del prestigio social del machismo, los aficionados se avientan al agua... y así les va.
Porque en ausencia de autoridades y empresarios maternales que protejan a los "toreros", en los pueblos de la sierra de Ecuador lo que sueltan son animales de cuatro años, fortísimos y en puntas. Así, cada bovino sale al redondel y se encuentra con una multitud de borrachitos que los desafían a cuerpo limpio, con periódicos al estilo pamplonica, con sarapes, ponchos y ruanas, con capotes de brega en la minoría de los casos, o con muletas de franela pero también de plástico. Y es incontable la cantidad de cornadas, algunas de ellas muy graves, que se producen a lo largo del festín.
Ello sucede anualmente en poblaciones como Sangolquí, Champitena, Valvina, Muertepongo, Machachi, Uyumbicho, Amaguaña y Toacaso. Los marrajos se van sobre los indígenas y se los echan al lomo, cornándolos en piernas, brazos, pecho y espalda. En un documental que obra en poder de este diario consta el testimonio de una paramédica de la Cruz Roja que dice a propósito de un herido: "Va con lesiones de pulmón, ojalá no fallezca". Y uno se queda con la boca abierta al oírla reír para la cámara y el micrófono del videasta que recogió sus declaraciones. Ojalá hubiera en México un programa taurino con la audacia y la visión histórica necesarias para dar a conocer tan escalofriante material. Pero que no les ocurra solicitarlo al Gordo Téllez, a Bodrio o a Alfonso El Zafio. Con esa basura no transige esta columna.