MMH: LA PRESIDENCIA IMPOTENTE
El
ex presidente Miguel de la Madrid Hurtado afirmó ayer, en el marco
del Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, que durante su mandato
trató de esclarecer la cruenta represión gubernamental de
1968 y la guerra sucia de los años setenta, pero que circunstancias
como "la falta de archivos ordenados y actitudes de resistencias políticas"
se lo impidieron y por ello concluyó que "el presidente no es tan
poderoso" como suele pensarse.
A la luz de tales declaraciones, resulta obligado revisar
que el sexenio 1982-1988, que el encabezó, y que destaca por ser
uno de los pasajes más deplorables de nuestra historia reciente.
De entrada, la confesión de impotencia de De la
Madrid debe cotejarse con la imagen pública con que su gobierno
pasó a la historia: una presidencia débil, timorata y dócil
ante Estados Unidos, los organismos financieros internacionales y los especuladores
nacionales y, al mismo tiempo, autoritaria e inflexible ante la pluralidad
política y social que ya se dejaba sentir en el escenario internacional.
En la lógica del régimen priísta,
el sexenio delamadridista es más recordado por su carácter
de interregno y de transición que por sus propios méritos:
yerro sucesorio de José López Portillo y antesala del salinato.
Esa falta de un perfil propio de su sexenio, así como la ausencia
de carisma y personalidad de quien lo presidió, no implica que De
la Madrid no haya ejercido la Presidencia con todo el exceso, la concentración
y la prepotencia que correspondía a los mandatarios del sistema
político mexicano, o que no haya echado mano de las oprobiosas facultades
metaconstitucionales que caracterizaban a un Poder Ejecutivo sin contrapesos
reales.
Dueño del control de la aplanadora priísta
en ambas cámaras, de las corporaciones de su partido y de los organismos
de procuración de justicia --contando con la sumisión del
Poder Judicial--, aplastó sindicatos independientes, inició
el desmantelamiento de las empresas públicas y de las instituciones
de bienestar social, alentó el llamado "fraude patriótico"
contra candidatos de oposición y terminó su periodo en medio
de una crisis económica sin precedentes y entre acusaciones de haber
presidido una distorsión, también sin parangón, de
la voluntad popular: los impugnados comicios de 1988.
Por ello, para ordenar la investigación y la procuración
de justicia sobre los crímenes gubernamentales de 1968 y las violaciones
a los derechos humanos de la década siguiente, Miguel de la Madrid
no habría tenido que recurrir a ninguna facultad extralegal ni convertirse
en un presidente omnipotente, sino, simplemente, ejercer los poderes que
le confería la ley.
Ahora, 14 años después de haber abandonado
el cargo, pretende convencer a la opinión pública de que
sus subordinados lo engañaron y se resistieron a proporcionarle
la información requerida. Si eso es cierto, habría que concluir,
en efecto, que lejos de ser todopoderoso fue un mandatario impotente.
Parece más probable, sin embargo, que De la Madrid
se ha limitado a aplicar una de las "reglas no escritas" del extinto sistema
político: el encubrimiento automático de los antecesores
y de sus tropelías. Sea cual fuere la verdad, su inacción
ante los delitos y excesos perpetrados por las administraciones de Gustavo
Díaz Ordaz, Luis Echeverría y José López Portillo
evidencia que en el sexenio 1982-1988 el estado de derecho era una frase
tan hueca como "renovación moral".