Carlos Bonfil
Corazones rotos
En su exitosa comedia Cilantro y perejil, el realizador Rafael Montero elaboraba en 1996 un comentario humorístico sobre la crisis de la pareja, a manera de prolongación, distorsión y metáfora de sus propios señalamientos en torno a la crisis económica y social del país en El costo de la vida, de 1988, y en Ya la hicimos, de 1993. Una novedad en Cilantro y perejil fue la aparición del escritor Germán Dehesa como gurú sentimental y oráculo de máximas y sentencias sobre la pasión amorosa y el sometimiento voluntario (Roland Barthes resumido en Selecciones del Reader's Digest). El éxito fue inmediato. De entonces a la fecha, el cine mexicano ha registrado variaciones en el binomio crisis social-crisis de pareja, con resultados muy desiguales y con una constatación ineludible: la veta parece definitivamente agotada. El tratamiento cada vez más ligero y artificial del asunto lo ha vuelto catálogo de lugares comunes y de humorismo complaciente. En la nueva película de Montero, Corazones rotos, se esperaba un tono diferente, y efectivamente el director sorprende con su estilo de filmar -nervioso, aéreo, efectista-, y con los riesgos asumidos al reunir y combinar varias tramas y tonos muy contrastados -del melodrama al humor desencantado, y de la mirada autocompasiva al escepticismo agridulce que rechaza compromisos.
Rafael Montero abandona los espacios cerrados de su cinta anterior -la cocina, la recamara, el consultorio- para elegir el vecindario vertical de multifamiliares clase media, es decir, la multiplicación de espacios domésticos sometidos al voyeurismo de un realizador más inspirado al parecer en La ventana indiscreta, de Hitchcock, que en Vidas cruzadas, de Robert Altman. En lugar de retratar una pareja emblemática (Demián Bichir, Arcelia Ramírez, por ejemplo), Montero explora aquí situaciones familiares muy diversas, y en cada una parece incubarse algún desenlace trágico. Más que el costo de la vida -desempleo, pauperización progresiva, cancelación de oportunidades-, lo que registra son los saldos de convivencias difíciles, a veces imposibles, que culminan en la frustración y en la soledad radical de quienes le habían apostado a las soluciones óptimas (matrimonio, amistad, lealtad afectiva) a fin de conjurarla definitivamente. Corazones rotos es una interesante cinta sobre el desencanto afectivo, al menos hasta el momento en que una historia decide redimir a todas las demás con el ejemplo de un bienestar recobrado.
Instancias de desastre afectivo. Un adolescente enamorado de su madre prostituta (Ana Martín), condenado a la incomprensión, acepta la solución que le propondría un manual de sicología barata, es decir, el mimetismo con la madre, el travestismo y la inclinación homoerótica, todo ello, como preludio a un posible desenlace trágico. Un fanático religioso (Salvador Garcini) busca anticiparles la llegada al Paraíso a su esposa y a su vecina anciana (Carmen Montejo) como una solución a sus penurias terrenales. Un comerciante (Jorge Galván) sufre paralelamente un infarto, una parálisis, su quiebra económica y la ingratitud de sus hijos en una acumulación de desventuras digna de Ismael Rodríguez. Otro hombre, Horacio (Rafael Sánchez Navarro), vive anclado en los setenta, en el culto a Marx, al Che y a John Lennon ("You may say I'm a dreamer, but I'm not the only one", musita apesadumbrado), sin poder sufragar la escuela de sus hijos, sin poder tampoco recobrar el respeto de su esposa (Verónica Merchant). Y así otras historias.
Muy lejos de la provocación y contundencia de Crónica de un desayuno, de Benjamín Cann, la cinta de Montero elige, en contraste con su modernidad estética, las seguridades de un costumbrismo tranquilizador y las derivaciones del melodrama de los años cuarenta aclimatado a las tribulaciones de una clase media castigada hoy por Hacienda. Esta moderación termina siendo un lastre para una cinta ambiciosa que a la vuelta de cada viñeta urbana prometía cuestionamientos sociales y transgresiones morales que no cuajan del todo. Estupenda idea la de romper con la monotonía del cine intimista mexicano, con la obsesión de la pareja pintoresca -sea ésta Suburbia o Totalmente Palacio-, con la exclusión deliberada de temáticas "difíciles" (la diversidad sexual) por considerarlas, con miopía evidente, poco rentables, y la de arriesgarse a una propuesta polifónica hasta hace poco reservada a la literatura. Con todo, Montero sólo ofrece aquí los apuntes de alguna futura cinta suya, más consecuente en su capacidad de trasgresión, más novedosa aún y más variada en el registro de sus voces y estilos de actuación, liberada, al fin, de un costumbrismo quejoso ajeno a la modernidad, y por lo mismo condenado a un envejecimiento prematuro. El realizador de Cilantro y perejil sabe, por fortuna, abandonar a tiempo las fórmulas gastadas.