EU, RUMBO A LA ILEGALIDAD
Las
denuncias y abusos y malos tratos perpetrados por las fuerzas del gobierno
de Estados Unidos contra los combatientes capturados en la incursión
bélica de Washington en territorio de Afganistán, recluidos
en la base de Guantánamo sin ningún estatuto regular ni definido,
han llegado a los propios tribunales estadunidenses.
Un prisionero australiano y dos británicos iniciaron
demandas contra varios funcionarios del gobierno de George W. Bush y las
fuerzas armadas de ese país por la total irregularidad en la que
se encuentran: incomunicados y sin acceso a sus abogados.
La Casa Blanca se niega a considerarlos como prisioneros
de guerra, pero tampoco les concede las garantías básicas
a las que tendría derecho un procesado civil. Para colmo, la mayor
parte de los cautivos de Guantánamo sufren discriminación
en relación con el llamado "talibán estadunidense", John
Walker Lindh, a quien el gobierno de Bush respeta todos sus derechos.
Otra grave y flagrante muestra de la tendencia a la ilegalidad
en la que navega el grupo gobernante del país vecino es el proyecto
que ha diseñado el Departamento de Defensa para difundir mentiras
en medios informativos extranjeros con el propósito de "influir
en la opinión pública y los responsables gubernamentales
en los países amigos y en los no aliados", según lo consignó
The New York Times en su edición de ayer.
A este proyecto se suma una disposición que la
Casa Blanca anunciará en breve que restringe la divulgación
de investigaciones científicas con el pretexto de que podrían
contener información sobre producción de armas químicas
y biológicas. Semejante agresión a las libertades de expresión,
investigación y comunicación colocaría a Washington
como cabeza de una cruzada oscurantista mundial que provocaría graves
daños al desarrollo de la ciencia y la tecnología.
En términos generales, los hechos referidos no
sólo atentan contra garantías individuales y libertades universales,
sino que denotan la determinación de la actual administración
republicana de debilitar y socavar la legalidad de su país. Con
esos antecedentes, cabe preguntarse con qué cara el Departamento
de Estado se atreve a señalar las violaciones a los derechos humanos
y a la libertad de expresión en Zimbabwe, como ocurrió ayer,
o en cualquier otra nación.
EL 68 Y LA GUERRA SUCIA: EL PAPEL DEL EJERCITO
Ayer, en la ceremonia del Día del Ejército,
el presidente Vicente Fox, en presencia del secretario de Defensa, general
Ricardo Clemente Vega García, y de los mandos principales de las
Fuerzas Armadas, formuló una importante precisión sobre el
papel y la responsabilidad de la institución castrense en los hechos
represivos del pasado reciente. Aunque no los mencionó de manera
explícita, es claro que se refería a la masacre del 2 de
octubre de 1968 y a la cruenta guerra sucia emprendida contra organizaciones
político-militares y activistas sociales en los años setenta.
El mandatario recordó que, en el contexto nacional
de aquellos años, los militares actuaron bajo el mando y las órdenes
de civiles, por lo que, dijo, "no podemos ni debemos adoptar interpretaciones
unilaterales de los episodios históricos a los que se ha vinculado
a nuestro Ejército".
De esta manera, da la impresión de que el presidente
Vicente Fox pretende salir al paso de una tendencia de opinión que
sobredimensiona la responsabilidad de las Fuerzas Armadas en los episodios
referidos y que parece homologar, de manera mecánica, la circunstancia
mexicana de los años sesenta y setenta con la de las dictaduras
militares que ensagrentaron al resto de América Latina en esos mismos
años y en las cuales, a diferencia de lo que ocurría en nuestro
país, las funciones gubernamentales eran ejercidas, con alguna o
ninguna legitimidad, por uniformados.
No debe, ciertamente, minimizarse o negarse por principio
la culpabilidad que pudiera corresponder a integrantes específicos
de las fuerzas armadas en la masacre de Tlatelolco o en la aplicación
de acciones represivas ilegales y violatorias de los derechos humanos en
la década siguiente. Pero los intentos de achacar la responsabilidad
de esos crímenes de Estado, en su conjunto, a las instituciones
castrenses, desvirtúan los ejercicios de esclarecimiento de la verdad
histórica, por una parte, y por la otra, contribuyen a encubrir
a los culpables principales: quienes ocuparon en esos años la titularidad
del Ejecutivo federal y que, en esa condición, ejercieron la comandancia
suprema de las fuerzas armadas, y sus colaboradores civiles más
cercanos.