Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 20 de febrero de 2002
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Editorial
 
EU, RUMBO A LA ILEGALIDAD

SOLLas denuncias y abusos y malos tratos perpetrados por las fuerzas del gobierno de Estados Unidos contra los combatientes capturados en la incursión bélica de Washington en territorio de Afganistán, recluidos en la base de Guantánamo sin ningún estatuto regular ni definido, han llegado a los propios tribunales estadunidenses.

Un prisionero australiano y dos británicos iniciaron demandas contra varios funcionarios del gobierno de George W. Bush y las fuerzas armadas de ese país por la total irregularidad en la que se encuentran: incomunicados y sin acceso a sus abogados.

La Casa Blanca se niega a considerarlos como prisioneros de guerra, pero tampoco les concede las garantías básicas a las que tendría derecho un procesado civil. Para colmo, la mayor parte de los cautivos de Guantánamo sufren discriminación en relación con el llamado "talibán estadunidense", John Walker Lindh, a quien el gobierno de Bush respeta todos sus derechos.

Otra grave y flagrante muestra de la tendencia a la ilegalidad en la que navega el grupo gobernante del país vecino es el proyecto que ha diseñado el Departamento de Defensa para difundir mentiras en medios informativos extranjeros con el propósito de "influir en la opinión pública y los responsables gubernamentales en los países amigos y en los no aliados", según lo consignó The New York Times en su edición de ayer.

A este proyecto se suma una disposición que la Casa Blanca anunciará en breve que restringe la divulgación de investigaciones científicas con el pretexto de que podrían contener información sobre producción de armas químicas y biológicas. Semejante agresión a las libertades de expresión, investigación y comunicación colocaría a Washington como cabeza de una cruzada oscurantista mundial que provocaría graves daños al desarrollo de la ciencia y la tecnología.

En términos generales, los hechos referidos no sólo atentan contra garantías individuales y libertades universales, sino que denotan la determinación de la actual administración republicana de debilitar y socavar la legalidad de su país. Con esos antecedentes, cabe preguntarse con qué cara el Departamento de Estado se atreve a señalar las violaciones a los derechos humanos y a la libertad de expresión en Zimbabwe, como ocurrió ayer, o en cualquier otra nación.


EL 68 Y LA GUERRA SUCIA: EL PAPEL DEL EJERCITO

Ayer, en la ceremonia del Día del Ejército, el presidente Vicente Fox, en presencia del secretario de Defensa, general Ricardo Clemente Vega García, y de los mandos principales de las Fuerzas Armadas, formuló una importante precisión sobre el papel y la responsabilidad de la institución castrense en los hechos represivos del pasado reciente. Aunque no los mencionó de manera explícita, es claro que se refería a la masacre del 2 de octubre de 1968 y a la cruenta guerra sucia emprendida contra organizaciones político-militares y activistas sociales en los años setenta.

El mandatario recordó que, en el contexto nacional de aquellos años, los militares actuaron bajo el mando y las órdenes de civiles, por lo que, dijo, "no podemos ni debemos adoptar interpretaciones unilaterales de los episodios históricos a los que se ha vinculado a nuestro Ejército".

De esta manera, da la impresión de que el presidente Vicente Fox pretende salir al paso de una tendencia de opinión que sobredimensiona la responsabilidad de las Fuerzas Armadas en los episodios referidos y que parece homologar, de manera mecánica, la circunstancia mexicana de los años sesenta y setenta con la de las dictaduras militares que ensagrentaron al resto de América Latina en esos mismos años y en las cuales, a diferencia de lo que ocurría en nuestro país, las funciones gubernamentales eran ejercidas, con alguna o ninguna legitimidad, por uniformados.

No debe, ciertamente, minimizarse o negarse por principio la culpabilidad que pudiera corresponder a integrantes específicos de las fuerzas armadas en la masacre de Tlatelolco o en la aplicación de acciones represivas ilegales y violatorias de los derechos humanos en la década siguiente. Pero los intentos de achacar la responsabilidad de esos crímenes de Estado, en su conjunto, a las instituciones castrenses, desvirtúan los ejercicios de esclarecimiento de la verdad histórica, por una parte, y por la otra, contribuyen a encubrir a los culpables principales: quienes ocuparon en esos años la titularidad del Ejecutivo federal y que, en esa condición, ejercieron la comandancia suprema de las fuerzas armadas, y sus colaboradores civiles más cercanos.
 

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