Ugo Pipitone
Política económica de Estado
Aveces la política ayuda y a veces estorba. Y sin embargo, para bien y para mal, estamos amarrados a ella, a sus tiempos, a sus personalismos, a sus prolongados sueños ideológicos. La alternativa sería la fórmula conocida de "mucha administración y poca política"; la tecnocracia, diríamos hoy. O sea: la escopeta que se vuelve cazador. Normalmente, un remedio peor que la enfermedad.
Pero la ausencia de alternativas a la política no impide reconocer en ocasiones sus entrampamientos y su pasmosa dificultad de generar ideas. Claro que, dicho así, suena algo brutal y, quizá, injusto. Pero, limitándonos a los trazos más gruesos de la pintura, parece difícil sustraerse a la impresión de un presente mexicano en que la política estorba más de lo que impulsa la marcha del país. Entre confusión de objetivos, nostalgias corporativas y ensoñaciones populistas y carismáticas, no hay mucho de qué estar alegres.
Según datos recientes, el PIB per cápita de México es de poco más de 6 mil dólares, el mayor de América Latina. Pero menos de una quinta parte respecto a Estados Unidos y la mitad o menos frente a países como Grecia y Portugal. Y ese es el punto. Pero, en realidad, ni esa situación puede considerarse adquirida. Si México no proyecta su mirada al futuro estableciendo compromisos y metas de mediano-largo plazo, corremos el riesgo de que se amplíe aún más la distancia frente a las economías de mayor crecimiento del mundo.
Una política económica de Estado, o sea, sostenida por un amplio consenso político, es hoy francamente difícil de vislumbrar al horizonte y, sin embargo, no por ello, resulta menos necesaria. Ahí estamos (por el momento): entre la necesidad económico-social y la imposibilidad política.
Consideremos la experiencia de un país como Malasia. En 1971 lanza su Nueva Política Económica que se proyecta hacia las dos décadas siguientes. El objetivo es acelerar el crecimiento y redistribuir el ingreso a favor de los grupos étnicos autóctonos. Resultado: en los veinte años siguientes, el país multiplica por dos su PIB per cápita real, mientras la población autóctona pasa de representar 2 por ciento del PIB a 20 por ciento. En síntesis: crecimiento acelerado con redistribución del ingreso.
Exactamente lo que necesita México, me atrevo a pensar, conjuntamente con un acuerdo político que, más allá de los cambios de gobierno, fije objetivos económicos y sociales de largo plazo convertidos en compromisos hacia la sociedad. El país llega a la transición democrática cargando el peso de atrasos que amenazan volver errático el comportamiento futuro de la economía. Y pensar que estos factores de atraso puedan ser removidos sin un gran compromiso político que fortalezca la acción pública, podría ser una pía ilusión.
ƑDe qué atrasos estamos hablando? En extrema síntesis: la mala calidad de la administración pública, la aguda disparidad entre las regiones del país y el antiguo rezago del universo rural. No es fácil imaginar cómo el país pueda encontrar una senda firme de desarrollo sin enfrentar con estrategias de largo plazo los elementos de desequilibrio general asociados a estas tres circunstancias.
Si nos limitamos a la agricultura, vale la pena recordar que con un PIB per cápita tres veces superior al de Guatemala, México registra una productividad agrícola apenas igual a la de ese país. Digámoslo de otra manera: la distancia de PIB per cápita entre México y Estados Unidos es de casi seis veces, pero si confrontamos las diferentes productividades agrícolas, la distancia se amplía a 18 veces. He ahí uno de nuestros más graves indicadores de atraso.
Destrabar el desarrollo mexicano de los tres obstáculos mencionados (administración pública, desarrollo regional y agricultura) supone resistencias e inercias que pueden vencerse sólo a condición de poner en campo una fuerza política cohesionada alrededor de algunos objetivos comunes de modernización, eficacia y justicia. Exactamente lo que falta, por nuestra desgracia.